Capítulo cuarenta y seis

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Los Cielos eternos

ZILOE

—Llegó el momento de tener fe. —Fue lo primero que dijo Ziloe pasados unos cuarenta minutos desde que Emanuel se fuera. Su voz había vuelto, seguramente porque el ángel mayor estaba pronto a volver, y vendría en busca de una respuesta.

Hariel seguía sin poder hablar ni moverse. Los dos brillantes rubíes que tenía por ojos estaban cristalizados y solo reflejaban impotencia.

Ziloe lo había amado a su manera. Había dejado todo para ir tras él, seducida por su provocativa belleza y encantada por su temple y seguridad. Él la había amado cada uno de los días en los cuales estuvieron juntos. La había protegido, la había consentido, la había esperado. No podía verle morir de esa manera; en eso Emanuel tenía razón.

—No moriremos así —le dijo haciéndole conocer su decisión—. Pilly nos reviviría solo para volver a matarnos.

La mirada de Hariel brilló ante su intento de broma; estaba de acuerdo.

—Mi respuesta será un sí. Le daré lo que quiere y confiaré en el Padre. Ya es tiempo.

Después de que ella hiciera audible su decisión el tiempo restante pareció avanzar velozmente. La puerta se abrió, era Emanuel. Ziloe pensó en lo irónico que era que una vez más quien tenía la tarea de engrandecer a Dios, de declarar su grandeza y gloria, lo quisiera traicionar. Realmente triste. Él buscó sus ojos ni bien cerró la puerta a sus espaldas.

—¿Decidiste?

Su pregunta hizo relucir cierta ansiedad en su voz.

—Es lo que tiene que ser —continuó diciéndole antes de que ella le contestara—. Es el destino de todo reinado caer para ver surgir uno nuevo, también de todo rey. Callé por demasiado tiempo... ya no lo haré. Voy a quitarme la máscara de piedad, voy a levantar erguida mi mirada, voy a decir lo que clama por salir de mi pecho: Este soy, esto quiero y lo tomaré, simplemente porque puedo hacerlo.

—Sí —dijo Ziloe y luego tragó saliva, ¿cómo una sola palabra podía cambiarlo todo?

No hubo ruegos, ni intentos de hacerlo desistir o entrar en razón. No existieron lágrimas, ni ira... solo dos letras y una afirmación. Una apoyada en su fe. Rogó en su interior estar decidiendo bien.

Emanuel sonrió. Un hermoso rostro, pálido y perfecto, uno que ocultaba magistralmente bien un alma putrefacta y negra.

—Nos vamos —les dijo a ambos. Hariel se puso de pie en el acto, su pecho subía y bajaba en clara agitación cuando caminó detrás de ella, que mansamente siguió al ángel mayor.

«Como ovejas al matadero», pensó Ziloe mientras avanzaban por aquellos suelos plateados.

Su mente no dejaba de crear alarmantes escenarios, los que se sacudía aferrándose a la esperanza de que el creador de todas las cosas pudiera detener a Emanuel. Maldijo la bendición que portaba una vez más. Su sangre atada a una promesa.

 Nadie reparó en ellos. Era evidente que confiaban en Emanuel. Eso la llevó a pensar si milenios atrás había sucedido lo mismo con Luzbell. Tantos ojos mirando sin poder ver, tantas miradas veladas por la confianza total, por la inocencia.

—¿Saben algo? —les dijo el ángel mayor cuando descendían en los subsuelos del templo—. Este poder me lo dio el Padre para que al elevar las adoraciones estas se adentraran en el corazón de quien las oyera. Para que pudieran sentir esa verdad en su interior. ¡Qué ironía que lo que creara para elevarse, hoy lo derribe!

«Más ironías, meditó ella, ¡cuan sarcástico era el destino! ¡Qué burlonas la vida y la muerte!»

Cruzaron un largo corredor, en el cual solo se detuvieron para una cosa. En una vitrina transparente en una esquina estaban las espadas de Hariel. Ziloe las reconoció. Se estremeció por dentro al ver que Emanuel las sacaba de aquel aparador y se las entregaba al caído en la mano. Continuaron. Antes de entrar por una puerta de plata, ella notó que el ángel mayor respiraba algo agitado.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Место, где живут истории. Откройте их для себя