Capítulo treinta y siete

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Sinagoga de Tel Aviv, Israel

HARIEL

Hariel abrió la puerta de aquella habitación donde hasta hace segundos atrás yacía el inerte cuerpo de Luzbell. Ahora ya no existía, se había convertido en luz; había regresado a la presencia del que una vez traicionó. Llegaría el momento en el que también le tocaría comparecer ante el Padre, con cargos similares.

Al avanzar por los extensos pasillos notó las miradas consternadas de los soldados que estaban de guardia. Su armadura teñida de sangre llamaba mucho la atención, pero aun así ninguno lo detuvo para inquirirle nada. Subió un piso y dobló a la derecha. La oficina en la que trabajaba Siriel tenía una puerta de madera de formato curvo, Hariel la abrió sin tocar antes; el consejero estaba sentado frente a un escritorio escribiendo en un papiro, no se volteó a verlo cuando él se acercó despacio.

—Así que se acabó —le dijo antes de dar un largo suspiro—.Perdona que no me muestre sorprendido, es que no lo estoy. Preví en visiones este final, pude evitarlo, pero... no quise. Estoy agotado, Hariel, lo he estado desde hace mucho tiempo.

Al terminar de decir estas palabras Siriel se giró para enfrentarlo.

Hariel no había prestado atención antes, pero en la mirada de Siriel se reflejaba con claridad ese hastío del que hablaba. Hariel percibió la mirada de Siriel sobre su coraza teñida casi en su totalidad de rojo.

—No voy a lastimarte —le advirtió, creyendo ver la dirección en la que iban sus pensamientos—. Solo tenía cuentas con Luzbell y Yasiel, ya saldé la primera, y ahora solo me queda una... Siriel, ¿no persistirás con la ascensión, no es así?

Siriel bajó la mirada.

—No. Esa era la visión de Luzbell, no la mía —subrayó—. Acabo de completar nuestra historia desde la caída, ¿podrás resguardar mis escritos en algún lugar seguro?

A Hariel le extrañó aquella petición. Sabía bien que Siriel llevaba milenios escribiendo sobre sus vivencias. Tenía un baúl repleto de papiros iguales a ese que tenía sobre la mesa, y nunca supo que los dejara en manos de nadie; los resguardaba con celo.

—No tengo problema en cumplir lo que me pides, pero ¿por qué no seguir haciéndolo tú como siempre? Las letras son tu área de experiencia.

Siriel levantó la mirada, sus ojos castaños estaban vidriosos. Pasó una mano por su cabeza calva al mismo tiempo que exhalaba.

Hariel entendió.

—Sabes por qué, Hariel... ya no puedo más.

Siriel tomó su espada. Hariel no se había percatado de ello, pero estaba apoyada en la esquina de su escritorio. La aferró entre sus manos acomodando la punta a la altura de su corazón. No se despidió, solo le sonrió con amargura, para después, en un solo movimiento, hundir la hoja profundamente en su pecho.

Siriel no emitió sonido alguno, pereció en absoluto silencio. Hariel no era muy cercano a él, pero igualmente sintió pesar. Entendía su agobio, si no tuviera a Pilly-Kabiel, tal vez hubiera considerado hacer lo mismo.

Se fue en el acto. Enviaría a alguien por los papiros. Avanzó algo disperso hacia el primer piso, dirigiéndose a la biblioteca. Respiró profundo antes de entrar, intuía lo que se le vendría encima. Ni bien puso un pie en el interior Pilly-Kabiel se fue a él como un rayo. Su expresión ceñuda denotada su oscuro estado de ánimo.

—¿Por qué diablos me encerraste aquí? —le reclamó plantándose frente a él. Hariel pensó en que el enojo le sentaba, se veía adorable.

—Pilly... —comenzó a explicarle.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Where stories live. Discover now