Capítulo 2

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La esperanza alienta a los hombres a pensar en las posibilidades, no en los obstáculos.

Hace un año atrás

Aún no podía parar y odiaba no ser capaz de detener estas incesantes lágrimas.

Me sentía patética por llorar así. También impotente y dolida.

Tenía la respiración acelerada, como si hubiera estado corriendo de mis demonios por demasiado tiempo. En cualquier momento me cederían las piernas y caería de rodillas, y eso me asustaba muchísimo.

Me abracé a mí misma gimiendo de dolor. La tortura del movimiento estremeció cada fibra de mi cuerpo y fragmentó cada parte de mi corazón. No es como si estuviera ileso de todas formas: había partes arañadas, rotas y otras que faltaban.

Sin embargo, el daño de mi cuerpo no se comparada a la heridas que había en otras partes de mí. No estaba segura de si existía lo que muchos denominan alma, pero de hacerlo estaba convencida de que ya estaría destrozada por cada recuerdo rebosante de aflicción que perforaba mi mente.

Lloré con fuerza. Mucha.

Tenía la garganta ardiendo como una hoguera sumida en llamas, y creía que todo lo que salía de ella eran súplicas que nadie podría oír alguna vez.

Contemplé a una enfermera y a un policía frente a mí, ambos intentando tranquilizar el calvario en que me había sumergido esa noche.

Pero no podía escucharlos.

Mis huesos seguían crujiendo y eso acaparaba toda mi atención.

Aparté de un grito a ambos, uno que perforó hasta mis propios oídos. La sensibilidad era como una segunda capa de piel que me envolvía en aquel septiembre.

Entonces, él apareció.

Los policías lo escoltaban. Sus muñecas estaban rodeadas por gruesas esposas de metal, y vi el dolor traspasar sus ojos chocolate al verme. A pesar de eso, aquello no podía remediar lo que me había hecho.

Puede que yo estuviera bañada en sangre, pero él estaba envuelto por las llamas del propio infierno.

—Necesito salir de aquí —susurré alterada, incorporándome bruscamente y haciendo que cada célula de mi atormentado cuerpo escociera.

No podía mirarlo a los ojos, no ahora.

Me giré sobre mis talones y corrí a través del extenso corredor de la estación de Policía de Londoncast. Los gritos de la enfermera y el oficial fueron murmullos en el aire a medida que me alejaba.

Mis piernas ardían mientras me adentraba en el laberinto de pasillos y puertas de uno de los departamentos policiales más grandes del Estado. Y así, llegó un punto en el cual simplemente me quebré: exhausta, devastada por aquella tormenta de terror y desolación que se había llevado la poca felicidad que tenía.

Golpeé la pared frente a mí con furia. Papeles, volantes y fotografías de la pizarra que colgaba de aquel lugar cayeron como mi propio cuerpo en el encuentro de la fría losa.

La peor tortura de cualquier contratiempo que te afectase tanto era tener que convivir con uno mismo y sus pensamientos, porque la mente es aquella que decide todo, la que nos da o nos quita el control sobre nosotros mismos.

Allí intenté unir cada pedazo de mi corazón, pero solo logré cortarme con los filos que tenía.

Me quedaba llorar, gritar hasta que mi voz se desvaneciera.

Dejé caer mi cabeza contra la pared y observé mis manos ensangrentadas. La sangre era tan roja como el carmín, y en ella veía algo espuleznantemente bello.

El cuenta mitos de BeccaWhere stories live. Discover now