Capítulo 41

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A veces felicidad consiste en poder unir el principio con el fin.

Un grito colérico me puso la piel de gallina.

Fui a través de la habitación de Becca tan rápido como pude y abrí las puertas francesas de un tirón.

Las blancas cortinas del ventanal de Killian se mecían con suavidad a causa de la brisa.
Sin poder contener mi preocupación, las aparté y entré a su cuarto.

Las paredes no eran más que un reflejo del cielo, pintadas del color de la noche, salpicadas con constelaciones. El techo me dejó sin aliento. La vía láctea se extendía en cada ángulo, aparentemente infinita y tridimensional.

El hijo de los Bates estaba sentado en la alfombra, con la cabeza descansando contra su puerta. Sus párpados cerrados lo hacían lucir más joven, y el pecho le subía y bajaba agitado. A su alrededor se esparcían pedazos de vidrios rotos, y en su regazo yacían sus manos cubiertas de sangre a causa de los cortes.

—Killian. —Suspiré preocupada.

Había enojo en el océano esmeralda de sus ojos cuando los abrió.

—Vete —dijo negando con la cabeza.

No podía dejarlo así.

Cuadré mis hombros y mi mirada cayó en la puerta de su cuarto de baño. Sin pedir permiso fui hacia allí y regresé con alcohol y gasas antes de arrodillarme frente a él.

Extendí mi mano exigiendo la suya, pero no cedió. Su terquedad no fue ninguna sorpresa.

—Déjame curarte y prometo que luego me iré.

Aún estaba molesta con él. Lo que menos deseaba era gastar mi tiempo en aquello, pero no podía ver a alguien tan roto y pretender que estaba en una pieza.

Accedió a regañadientes. Tomé su mano derecha y la desinfecté. Su tacto era cálido. No sabía si era por la sangre o porque se asemejaba a una estufa humana. Me observó curarlo en silencio por un rato.

—No tienes que ayudarme, no luego de cómo te traté en el hospital —reconoció.

Cambié el algodón por otro limpio al empezar con su mano izquierda.

—¿Por qué lo haces? —preguntó.

—Creo que si puedes ayudar, debes hacerlo. En un punto todos necesitamos de alguien que nos cuide un poco.

Los grillos nos hacían compañía afuera cuando sus ojos se encontraron con los míos en ese pequeño espacio de constelaciones. La primavera floreció por un segundo.

—Tu corazón es demasiado grande —dijo en voz baja—. Lamento no haberlo notado antes, aunque debes reconocer que no me lo ponías fácil.

Se incorporó y quedé frente a él de rodillas hasta que extendió su mano vendada. Contuvo el aliento hasta que la acepté, y cuando nos tocamos fue como si mi cuerpo experimentara su propio Big Bang.

Ya de pie, ninguno se distanció del otro.

No podía olvidar todo lo que había hecho y dicho, pero sí perdonar el origen de sus acciones. La vida no debía basarse en el rencor, porque para vivir a la sombra de nuestras emociones más oscuras, era preferible no vivir.

—¿Por qué eres tan inestable cuando estás conmigo? —Me atreví a indagar.

Indiferente, preocupado, enojado, irritado, amable, dulce, melancólico, rencoroso. Killian pasaba por todos los estados en un período de tiempo pequeñísimo al estar conmigo.

—Tú me haces inestable, desde que regresaste no he podido recuperar el control. —Bajó la barbilla—. Pareces otra persona, Becca. Cambiaste y me encanta lo que veo en ti, a pesar de que intente negarlo. Eres tan... —Trazó el contorno de mis labios con el pulgar.

—Hay cosas de las que no me siento orgullosa —me adelanté—. No me trates como si nunca hubiera pecado.

—¿Acaso importa el pasado? —cuestionó.

El silencio reinó por lacónicos segundos. Nuestras respiraciones marcaron el ritmo de los latidos de mi corazón.

Claro que importaba.

Y entonces...

El cuenta mitos de BeccaWhere stories live. Discover now