Una batalla inusual

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Una nube negra parecía haberse apoderado del Dragón Rojo, literal y metafóricamente. Hardy tenía la seguridad de que esos eran los días más deprimentes de sus trescientos años de vida, mientras los hombres parecían ávidos por ensarzarse en peleas absurdas, o beberse sus problemas ahogandose en un mar de calamidades personales.
No estaba muy segura de la causa de tal desazon pero a esas alturas tampoco le importaba. Lo único que quería era un par de rayos de sol filtrandose entre las nubes, o como mínimo una mejora en el ánimo de los tripulantes. Ya se le hacía dificil lidiar con tantas emociones, pero la carga de la tristeza y la rabia eran insostenibles por mucho tiempo, y Hardy llevaba amplificandolas durante días, incapaz de escapar de la voragine de drama a su alrededor.
Harta de sus circunstancias, había optado por hacerse cargo de las tareas más desagradables del barco con tal de estar sola: Vaciar los cubos de desperdicios dos veces al día, limpiar los escupitajos de la cubierta, incluso vigilar a algún marinero enfermo, todo le parecía maravilloso mientras no tuviera a más de dos humanos alrededor. Pero su paz no duraba demasiado; aunque el resto de los tripulantes la dejase en paz la mayor parte del tiempo, salvo para molestarla de vez en cuando, su camaradería con Fulvio la había vuelto el blanco de lloriqueos del segundo al mando, quien parecía el más afectado con los ánimos decaídos del barco. Al menos dos veces por jornada aparecía cerca de su periferia visual, y caminaba en su dirección con los hombros gachos y las manos tensas. A veces se desquitaba con ella obligandola a adoptar tareas en grupo con otros, o lanzandole insultos que no parecían personales, sino una forma de liberarse de una carga pesada. Y aunque a Hardy, Fulvio le agradaba más que ningún otro humano por su carácter apacible y humor negro, esa nueva veta de su compañero no le hacía pizca de gracia.
Y esa tarde no parecía estar de suerte.
―¡Hardy, donde demonios dejaste la mopa!
La voz de Fulvio irrumpió sus pensamientos, y Hardy, que sostenía la mopa en cuestión en sus manos, se preguntó si su compañero solo buscaba excusas para ventilar su amargura, porque era imposible que no supiera que Hardy la tenía, considerando que él mismo le había dado las tareas de limpieza por la mañana.
―No lo se. Quizás la lanzé por la borda y lo que tengo en mi mano es solo una ilusión ―respondió Hardy con voz soñadora, luchando internamente por ignorar la oleada de melancolía que provenía del segundo al mando.
―No estoy para bromas ―respondió Fulvio de mala gana, aunque como Hardy pudo notar, con algo de culpa. La sirena lo miró con una ceja enarcada y una mano apoyada en la mopa, y Fulvio caminó hasta apoyar su espalda baja contra el cuerpo de un cañon descargado. Un breve silencio se instaló entre los dos hasta que él dejo escapar un suspiro apesadumbrado.
―Lo siento, no se que me pasa.
―Pues lo mismo le esta pasando a toda la tripulación. Este lugar es un nido de locos ―dijo Hardy, sin exaltarse, dandolo por hecho.
―Creo que es el clima ―respondió Fulvio, dejando caer su cabeza hasta apoyarse sobre la madera―. Los días así vuelven a cualquiera melancólico. ¿Acaso no sientes la pesadumbre a tu alrededor?
Hardy vaciló antes de responder. La pregunta era sencilla para un humano, pero siendo ella una sirena, podía responder de dos formas. ¿Que si sentía la pesadumbre de otros? Claro. El problema era que no estaba segura si esa carga le correspondía solo a los demás, o si una parte de ella también la reconocía como propia.
―Puede ser ―respondió de la forma más vaga posible.
―Los días de sol hacen que olvidar sea fácil. Pero tarde o temprano siempre recordamos que fuera de este barco, lejos del océano, hay algo más
―Entonces, ¿Por qué no vuelves a tierra?
Fulvio la miró con una expresión que a Hardy se le antojó parecida al dolor.
―No siempre quedan razones para volver.

El clima sólo empeoró con el paso de las jornadas, y con él, la hostilidad de Huracán. El capitán le había dicho a Hardy que necesitaba tiempo para tomar una decisión, pero a la sirena el tiempo se le estaba agotando. Necesitaba llegar pronto a tierra, no solo porque encontrar el tesoro era su prioridad, sino que el ambiente melancólico le impedía concentrarse, provocando a su cuerpo temblores de todo tipo. Ya era capaz de discernir algunas emociones con absoluta claridad de otras. El enojo, por ejemplo, le nublaba la vista y llevaba toda su energía a la cabeza y los puños. El aburrimiento le provocaba sueño y adormecimiento en Inu y Tiles al punto de terminar tirada en el piso limpiando camisas con una sola mano. La diversión, que parecía ser la más escasa ultimamente, le daba cosquillas en el estómago y una leve sensación de mareos. Y luego venían las otras dos que la ponían peor: El deseo y el anhelo. El deseo la volvía una anguila, incapaz de sostenerse sobre sus piernas. Aumentaba su temperatura hasta convertirla en pescado asado y aun peor, se quedaba atascada en su nariz, impidiéndole respirar, mientras algo atacaba la parte baja de su estómago a golpes. Y mientras, el anhelo era todo lo contrario. Donde el deseo dejaba calor, el anhelo lo enfriaba de manera dolorosa, quebrando sus miembros uno por uno. Era un orificio en sus costillas, un vacío inexplicable. Y había llegado a la conclusión que no le gustaba para nada lidiar con ese último.
Mientras se afanaba en su tarea semanal de limpiar camisas, el eco de las emociones de los tripulantes la obligaron a detenerse un momento, incapaz de sostener su labor por más tiempo. Por enésima vez esa jornada, maldijo a Huracán con todas sus fuerzas, harta de una espera que parecía nunca acabar en el peor escenario posible. Notando que las camisas no se veían mejor que cuando se las entregaron, decidió levantarse y moverse hasta alguna cabina alejada donde no tuviera que soportar a treinta hombres sintiendo cosas al mismo tiempo. Sin hacer contacto visual con nadie, aunque escuchando los rezongos de varios y soportando un golpe en el hombro por parte de Tim, llegó hasta la cabina de alimentos donde se dejó caer con un enorme gritó aliviado saliendo de su boca.
Era bueno no sentir tanto por un momento. Aunque aún podía percibir a la tripulación, el no estar pegada a ellos le permitía diferenciarlos con facilidad, sin sentirse agobiada físicamente.
Disfrutando del silencio absoluto, solo roto por los granos de arroz y legumbres que se mecían de un lado a otro con el vaivén del barco en medio de la lluvia, pudo notar a Tim dirigiendose a la proa, con su incesante flujo de sentimientos relacionados al hastio y al hambre, detalle que nunca dejaba de impresionarle pues el tipo comía como tiburón.
Se preguntó donde estaría Huracán, incapaz de sentirlo entre el mar de gente. Un enojo por ahí, una tristeza por allá, podría haber encontrado a todos los dueños de esas emociones sin abrir los ojos, pero jamás a su capitán.
Y fue en ese instante de calma solitaria, cuando reconoció una emoción distinta a las demás, menos humana, casi antinatural, que se perdía entre el mar de gente sobre el barco con facilidad.
«¡Sere idiota, claro que son ellos!», pensó Hardy, levantandose de sopetón, botando un par de jarras apiladas junto a dos cajas de jabones que rodaron por el suelo.
Esa sensación era demasiado repulsiva para ser humana y ella la conocía muy bien. No sabía como había pasado por alto las señales durante tantas jornadas, porque aunque la manipulación de las emociones nunca afectaba a los espíritus marinos, el clima siempre había sido el aviso más claro. Corrió como poseída trastabillando con Inu y Tiles hasta llegar a cubierta. Estaba segura que con todos los tripulantes sus sentidos estaban sobrepasados, de otra manera habría notado esa presencia a kilómetros. Pero no había tiempo ni ganas para lamentaciones, el barco ya estaba bamboleándose a lo loco y si no encontraba a Huracán pronto las cosas se iban a poner feas.
Aceleró el paso una vez más tratando de recordar cómo funcionaba eso de respirar y mover las piernas al ritmo correcto, tambaleándose más de una vez para llegar a la cámara, esta vez encontrando sólo a Huracán pues los hombres estaban ocupados cerrando las puertas, trancando las ventanas, maniobrando las velas desde la cofa. Era impresionante ver a esos hombres colgar de los palos y ajustar las velas con la precisión de un artista, pero Hardy no tenía tiempo para esos pensamientos.
Huracán la observaba furioso por la irrupción mientras una de sus manos tomaba el timón y la otra sostenía una brújula.
― ¡Y ahora que quieres! ― explotó el capitán sin perder el contacto con el timón.
―Tenemos problemas ―dijo Hardy tratando de recuperar el control de su respiración.
―Por todos los mares. Este lugar siempre es así, no hagas un escándalo por unas cuantas olas ―Thorn giró la vista hacía el frente, dándole la espalda.
―No hablo de eso, esto es territorio Roster ―espetó Hardy a su vez, sin paciencia para suavizar el tono con su capitán.
―Habla ya ―contestó Thorn.
―Los Roster son uno de los clanes que quiere a mi pueblo muerto. Son criaturas con una percepción del mar asombrosa, capaces de sentir la presencia de su enemigo a kilómetros y crear el escenario perfecto para un ataque ―la última parte la dijo tratando de sonar calmada, como si recitara un poema y no una sentencia de muerte.
―Saben que estas aquí ―dijo Thornbird sin inmutarse.
―Y saben que estoy aquí ―repitió Hardy como un loro.
―¿Y no se te ocurrió decírmelo antes?―aunque la voz de Thorn buscaba ser aterradora, lo único que Hardy podía pensar era que Huracán era un auténtico pelmazo.
―¡No es mi culpa que los humanos seais tan débiles! ¡Si no fuera por que os afecta la manipulación de emociones de los Rosters, los habría sentido mucho antes!
― ¡Pues no es mi culpa que...! ―pero Thorn no logró terminar la frase. Una fuerte sacudida del barco lo envió contra el timón, golpeándose el estómago en el proceso.
La puerta de la Cámara se abrió, dejando ver a un agitado Tim.
―¡Capitán esas cosas están por toda la proa! ―Huracán salió a grandes pasos, empujando al chico dentro de la cámara y señalando el timón. Tim asintió sin vacilar, mientras su capitán ajustaba sus cuchillos y tomaba la espada que descansaba contra el muro. Salió disparado hasta la cubierta y Hardy corrió tras él, sin querer que esas cosas la encontrasen sola.
Seguirle el ritmo a Huracán era toda una odisea y la sirena no pudo evitar preguntarse de dónde había salido ese hombre, que parecía tan seguro de si mismo incluso en medio de ese caos.
Pero no tuvo tiempo para encontrar las respuestas.
Chocó contra la espalda del capitán, quien parecía anclado al piso, contemplando las cosas que se encontraban en su barco. No eran humanos, no eran focas y ciertamente no eran tiburones, pero de alguna forma surreal eran todas esas cosas combinadas. Brazos en lugar de aletas, una cola que les permitía arrastrarse como las focas y un tiburón en lo que restaba de sus cuerpos.
―¡Que me coma un Rikjash! ―bramó Hardy, hastiada con su mala suerte, mientras Huracán se lanzaba a la batalla, golpeando cuerpos escamosos, soltando estocadas por una aleta aquí y luego otra patada por allá. Pero esos seres eran resbaladizos, y el miedo que habían sembrado les daba una ventaja que él no podía equiparar.
Mientras, Hardy trataba de pasar desapercibida y evitarse la pelea, pero no tenía experiencia huyendo con piernas, por lo que no hacía más que tropezar con sus propios apéndices. Vio como uno de ellos se lanzaba a la carga contra ella y trató de esquivar un golpe, consiguiendo tan solo quedar de espalda en el piso.
En una fracción de segundo, supo que si no peleaba su hermosa cabeza real iba a terminar empalada al fondo del mar. A regañadientes y soltando toda la sarta de insultos que conocía, se dijo a sí misma «ahora o nunca» mientras dejaba ir su mente a un lugar más primitivo. Escuchó entre todo ese desastre la tela de sus pantalones rasgarse, sintiéndose libre otra vez, y no tardó en recuperar la sensación etérea de su cuerpo. Canalizando la fuerza del mar hasta sus manos, se apresuró lanzar una ráfaga de energía contra el Roster que se acercaba peligrosamente a su cara, lanzándolo fuera de la borda en un solo movimiento. No es que fuera una completa inútil cuando se trataba de entrar en batalla, pero siempre evitaba entrar en acción a menos que fuera indispensable. ¡Los dioses la libraran de que otros pensaran que servía para algo!
―¡Que demonios! ―escuchó Hardy a Huracán gritar a su espalda, quien dejó caer la espada de la pura impresión.
―No hay tiempo ―Hardy se agachó y le lanzó el arma mientras Thorn se recuperaba y volvía a la pelea.
Siguió luchando contra cada tiburón-foca con aletas que apareció frente a ella, botando a unos cuantos de un coletazo.
―¡Quién diablos pelea con la cola! ―le gritó Thorn jadeando por el esfuerzo de atar a una de las bestias.
―¡Los que tienen una genio! ―Hardy empujó a su resbalosa presa, quien se llevó a su paso a la que había atado Thorn siendo expedidos por la borda.
Gracias a la ventaja que les había dado Hardy, los hombres tardaron menos de una hora en reducir a las bestias, y Tim, que había maniobrado con tanta eficacia el barco, logró que pronto se encontraran saliendo de los dominios de los Roster, con unos cuantos tripulantes magullados, otros tratando de recuperar la respiración, un capitán estupefacto y una sirena que estaba segura de encontrarse en un terrible aprieto.

Gracias a la ventaja que les había dado Hardy, los hombres tardaron menos de una hora en reducir a las bestias, y Tim, que había maniobrado con tanta eficacia el barco, logró que pronto se encontraran saliendo de los dominios de los Roster, con un...

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Huracán Thornbird - Los Seis Reinos #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora