Sin corona no hay deshonra

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Huracán se detuvo un instante antes de proseguir su historia. La tensión del aire era palpable y casi degustable, pues Lady Margaret se había puesto lívida ante la mención de Fulvio y sus razones tenía para ello. Thorn dejó que la mujer cavilara unos instantes mirando a la nada, mientras él buscó con la mirada los ojos de Hardy, intrigado por saber hasta que punto su historia podía interesarla.

La sirena se encontraba a mayor altura que él, aun balanceado sus piernas sobre el escritorio, mientras sus nudillos se aferraban blancos al costado de la mesa. Huracán soltó sus dedos despacio, un gesto más bien compasivo que íntimo, pero que no dejó de ser chocante para Hardy, quien cambió el color de sus ojos el tiempo suficiente para que el capitán supiera que su acción la había tomado desprevenida. Huracán sintió las yemas de los dedos de la sirena contra los suyos propios y a pesar de su propio estupor al darse cuenta de lo que estaba haciendo, no se dio ninguna prisa a la hora de alejarse de las manos de la muchacha. La soledad estaba haciendo lo suyo con él, y lo sabía.

Hardy no era precisamente bella para los estándares terrestres. Su nariz era grande para su cara, y sus ojos también lo eran, con una apariencia constante de sorpresa. Pero mientras Lady Madge cavilaba, y la habitación seguía teniendo ese peso que incluso una pluma habría destrozado, las yemas de sus dedos tocándose se sintieron igual a cuando los dedos juguetean con las olas en el mar.

Y luego Hardy movió su mano.

Huracán recordó donde se encontraban y carraspeó incómodo, pero consciente de que debía continuar contando lo que había ocurrido. Madge despertó de su pequeño trance y la sirena tomó el dobladillo de su camisón una vez más, lo que Thorn a su vez tomó como señal para continuar.

Respirando una vez más, profundo por la nariz, continuó.

— "Los primeros días en prisión fueron casi una broma de mal gusto.

Era la clase de broma que los hombres de sociedad habrían gozado a reventar de haberse contado en medio de una tertulia particularmente funesta.

Un chico rico entra en escena. Los hombres sudorosos pueden oler que el chico no es uno de ellos, pero eso lo sabe solo quien está más acostumbrado a observar y callar.

Y no hay mejor observador que un buen ladrón.

La mayoría de los hombres se deleitaban con particularidad en enzarzarse a pelear conmigo, lo que dicho sea de paso por aquellos días no podía llamarse con propiedad una pelea. Más bien era una masacre.

Aquellos que no deseaban descargar su exceso de energía en mi, gozaban de igual forma en presenciar una de mis sesiones diarias de golpizas. Pero los hombres eran sabios en su crueldad, y sabían que no debían golpearme donde fuera visible. Así que todos los días me las batía en jornadas de trabajos interminables, picando piedras para las construcciones de lo que otrora fuera mi propio reino. Me parecía una ironía. Ahora podía decir con todas las de la ley que yo ayudé a cimentar mis propio camino a una corona que ya no me pertenecía.

Las burlas eran cosa de cada mañana. Pero por alguna razón, y contrario a lo que los hombres en medio de una tertulia podrían haber alegado, yo no lograba sentir la ofensa. Quizás esa era la bendición del intelecto, evitar que el dolor también me llegara al alma.

Por entonces, con el cuerpo magullado y la honra herida, lo poco que me quedaba era mantener mi cabeza fresca. Sabía que no podía permanecer ahí durante meses o años, algo en mis entrañas me decía que darme por vencido no era ni sería jamás una opción. La buena fortuna era que nuestras tareas diarias consistían en una serie de movimientos mecánicos, lo que dejaba mi mente a buen resguardo para divagar sobre mis opciones.

Huracán Thornbird - Los Seis Reinos #2Where stories live. Discover now