El temor de un marinero

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Sabía lo que estaban viendo. No necesitaba ser humana para reconocer el miedo, sus habilidades eran más que suficientes.

―Es una...

―Una sirena.

―Las sirenas no deberían verse así.

Las murmuraciones crecían a su alrededor a un volumen reverente, demasiado impresionados para atreverse a alzar la voz, incapaces de quitarle los ojos de encima.

Y es que Hardy estaba un poco impresionada con la reacción a su apariencia. Bien sabía que los humanos solían imaginarlas como bellas mujeres con cola de pez, que no dudaban en plasmar talladas en sus barcos como una más de sus ostentaciones de poder, creyentes de que al atreverse a ponerlas ahí era razón suficiente para intimidar al océano. Pero no entendía porque la visión de una sirena real los incomodaba tanto.

A su manera ella veía belleza en su pueblo.

Su cola se extendía por las tablas de cubierta, arrojando destellos fantasmales sobre los rostros de los marineros, un conjunto de piedras preciosas tan finas para ser escamas que atrapaban la luz hasta irradiarla por sí mismas. Miro sus aletas, vaporosas y suaves, iguales a las de aquellos peces exóticos que circundaban los arrecifes de coral, pero blancas, pues en el fondo del mar la luz no existía fuera de sus cuerpos. Espinas largas rodeaban sus aletas, listas para atacar a cualquiera, erizadas por la noción de peligro que Hardy tenía entre los hombres inquietos. Pero ni su cola ni sus espinas eran tan atrayentes como su rostro. Podía sentir cada par de ojos y hasta los que solo tenían un ojo, fijos en los suyos.

Y lo comprendió.

No eran sus aletas vaporosas, ni su cola llena de piedras preciosas y tampoco era su cabello plateado o su cuerpo marmolado como una roca cenicienta. Eran sus ojos. Les aterraban sus ojos.

Si Hardy había aprendido algo en esas semanas sobre el barco, era que a los hombres les asustaba todo aquello que se escapara del control o el conocimiento humano.

No le temían al mar, más le temían a las criaturas desconocidas que se encontraban en él. Y ella, con sus ojos inhumanos, sin pupilas ni iris, solo aquel color azul profundo que se fundía con el turquesa, era sin duda alguna una criatura para ellos.

Era obvio que ninguno de ellos había visto jamás a una sirena en su estado natural, pues como todas las criaturas engañosas, las sirenas tenían el talento de confundir la mente con su canto, dejando que los hombres vieran aquello que cada uno deseaba, sin ver jamás la realidad.

En especial porque sus ojos tenían efectos extraños en algunos humanos.

Su pueblo contaba que eones atrás, cuando los hombres vagaban por la tierra sin pueblo y las sirenas no tenían reino, algunos hombres fueron lo suficientemente aventureros para arriesgarse a conocer el océano.

Se contaba que en ese entonces, las sirenas no cantaban su canción, pues no conocían el alcance del poder humano sobre el mar, por lo que curiosas, decidieron ir a descubrir que eran esas cosas con dos piernas que se aventuraban a sus territorios.

Y puesto, se mostraron a sí mismas como eran frente a los hombres.

Se decía que en esos primeros encuentros ocurrieron cuatro cosas. Algunos enloquecieron, otros tantos quisieron capturar algunos espíritus para llevarlos a la tierra, los terceros respetaron al pueblo dejándolos en paz, pues su fortaleza de espíritu les permitió convivir con más seres, más los últimos, ellos vieron lo peor, pues en los ojos de las sirenas vislumbraron su futuro.

Se corrió entonces el rumor de que las sirenas maldecían a los hombres, cosa que Hardy siempre pensó que era una estupidez, ya que maldecir no era tan sencillo.

Huracán Thornbird - Los Seis Reinos #2Onde histórias criam vida. Descubra agora