Unas piernas para volar

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Era una noche perfecta para huir y Hardy no la iba a desaprovechar.
El caos que reinaba en el pueblo de Ignus era un regalo de los mares para su plan, y la sirena agradeció sintiendo un ligero, casi inexistente, alivio. Aunque en un humano ese despliegue tan ínfimo de emociones habría sido alarmante, Hardy sabía que en un espíritu marino la sola presencia de un sentimiento propio era señal de problemas. Las sirenas sentían lo que otros sentían, y con un poco de práctica podían llegar a fingir algunas de las emociones más humanas, pero jamás poseerlas, convirtiendola en una rareza entre los suyos.
Para todos había sido claro, desde el momento en que Hardy se unió a Ignus, que algo no andaba bien con ella. Durante siglos, cada vez que llegaba un nuevo integrante al pueblo de las sirenas, las cosas eran simples: Un saludo, una breve introducción, y la integración a uno de los clanes. Y mientras todos eran cordiales y aceptaban su nueva situación sin rechistar, lo primero que la sirena hizo fue preguntar por qué demonios se encontraba ahí.
Por esa y muchas razones más, para todos fue una ingrata sorpresa el día en que el tesoro de Ush eligió a Hardy como la nueva guardiana, cuando era conocimiento común que la sirena era la menos apropiada para el puesto. Pero el tesoro siempre tenía la última palabra y su decisión no cambiaría en los próximos ochenta y ocho años, hasta el momento de elegir a un nuevo guardián.
Esa noche, oculta entre los matorrales del bosque de algas, Hardy se preguntó una vez más que razón lógica podría haber tenido el tesoro para elegirla, cuando parecía que su único talento era causar desmadres y meterse en aprietos. Harta de su mala suerte, pasó una mano por su cabello pálido, que le otorgaba una apariencia fantasmagórica y solitaria mientras permanecía envuelta en la neblina submarina, perfecta para que nadie más pudiera seguirle el rastro.
Aguardó un instante más, esperando que quizás ocurriese un milagro que le evitase esa incómoda huída, pero nada ocurrió. Sabía que no podía seguir perdiendo el tiempo, era cosa de horas antes de que algún guardia entrara a su cueva y se percatara de que el tesoro ya no estaba y para ese momento, ella debía de estar lejos de Ignus y sus leyes. Después de todo, los ataques de las Frales Marinas tendían a venir en oleadas y aunque esa última estaba tardando más de lo normal en decaer, obligando a las sirenas a utilizar tácticas más ofensivas, la calma volvería más temprano que tarde.
Pero aún le costaba creer que después de casi trescientos años de vida, donde había logrado salir invicta de todos sus errores, su propia arrogancia hubiese creado uno que no estaba segura de poder remediar.
Mientras una de sus manos seguía despeinando su cabello, la otra jugueteaba con un diminuto trozo de roca que cada cierto rato brillaba, difuminando sus bordes hasta convertirlo en un orbe, siempre y cuando lo apuntase en la dirección correcta. Esperaba que esa pequeña piedra la ayudase a salir del tremendo aprieto en que estaba metida.
«Y todo por un estúpido segundo de compasión, catorce años atrás», pensó, recordando el momento que marcó las circunstancias en que ahora se encontraba, con un tesoro roto, detalle que para su suerte solo su oráculo y ella conocían; y el trozo restante en cuestión, descansando en la palma de su mano.
Si no encontraba el resto, estaba perdida. Con un poco de suerte no la lanzarían al abismo de la oscuridad.
Vacilante, volvió a girar la roca entre sus dedos, cuando un pequeño brillo titilante le indicó su camino con claridad, en la dirección donde el Océano Délfico se unía con Los Seis Reinos. Mientras contemplaba con los ojos entrecerrados el trozo de aguamarina, un estruendo lejano sacudió las algas a su alrededor, cortando su piel con los bordes afilados de las plantas que crecían más arriba de su cabeza y despabilandola en el proceso. No era el momento de contemplaciones innecesarias, menos cuando su pueblo estaba librando una batalla del otro lado .
Decidida, dio la espalda a los suyos sin echar un último vistazo. Tenía por delante una misión dificil, así que antes de emprender el rumbo repasó en su mente las tres cosas que su oráculo le indicó que debía recordar, si quería ver el amanecer una vez más:
Uno, el Dragón Rojo era su única salida para llegar a tierra. A qué se refería Ellora con el Dragón Rojo, era algo que tenía las horas contadas para averiguar.
Dos, si quería llegar lejos, unas piernas podían volar más que unas alas. Lo que significaba hacerse pasar por humano.
Y tres, el hombre al que llamaban Huracán era a quien tenía que buscar.
Porque cuando creía que su suerte no podía empeorar, Ellora había salido con la noticia que no solo tendría que huir y hacerse pasar por un humano. También tendría que pedirle ayuda a uno.
Sólo quedaba esperar que el tipo en cuestión no pusiera demasiada resistencia.
Cambiando de opinión en última instancia, se giró una vez más hacía su pueblo y aunque no había nadie para presenciar el momento, les dedicó un gesto de su mano que en cualquier idioma habría significado «Que os den».

Cambiando de opinión en última instancia, se giró una vez más hacía su pueblo y aunque no había nadie para presenciar el momento, les dedicó un gesto de su mano que en cualquier idioma habría significado «Que os den»

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Cariños submarinos, Savvie.

Huracán Thornbird - Los Seis Reinos #2Where stories live. Discover now