41. Sin fecha. Final parte 1

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Estoy muerta. Estoy muerta y, para más desgracia, no queda espacio en este cuaderno para convertir mi muerte en un melodrama digno de una adaptación cinematográfica de bajo presupuesto.

Estoy muerta, y como siempre temí, fue de la manera más estúpida posible.

Como habíamos decidido, intentamos pasar la noche en el pueblito abandonado, arropados por esos techos humildes pero seguros. Volvimos a buscarnos, Coen y yo, después de la obligada distancia que el mal humor debido a la sed y al hambre había interpuesto entre nosotros. Dormimos tranquilos hasta que... Es que algo tienen las noches y no en vano se han mitificado tanto.

Los insectos estaban cantando y por eso me convencí de que ahí las cosas eran diferentes y que al llegar a la ciudad por fin encontraríamos la paz que tanto nos hacía falta. Me puse a imaginarlo: la gente nos vería, confundidos, incluso atemorizados, no los culparía, supongo que desde hacía mucho tendrían que haber visto algo en las noticias. E incluso aunque nos consideraran una amenaza, estaba dispuesta a irme adonde fuera, a prisión o a una habitación en cuarentena, daba igual con tal de encontrarme entre seres humanos otra vez. Este optimismo me cegó, al igual que la calidez de un techo después de tantos días bajo el cielo azul, apenas bebiendo y comiendo, apostando la vida pero siendo cautelosos al mismo tiempo. Olvidé que no habíamos visto mamíferos vivos, ni personas, ni autos andantes ni abandonados, ni aves. No había aves. Ya llevaba bastante tiempo viendo el cielo para saberlo. Pero igual me lo creí. Estábamos a salvo. Escuchaba grillos por montones, y a saber qué otros insectos, nunca me han gustado así que no era capaz de reconocerlos.

Cerré los ojos tan aliviada, tan relajada, el cuerpo ya no me pesaba y el cansancio y el hambre no eran más que un mal sueño. Eran nuestros merecidos días de descanso, el impulso que necesitábamos para recorrer esos últimos kilómetros. El sonido de todos esos insectos era la mejor nana del universo en ese momento. Suspiré... Y entonces todo se detuvo.

La piel se me erizó al instante mientras un pánico aparentemente injustificado amenazaba con estropear mi lucidez. Agité a Coen a mi lado, pero supe que ya estaba despierto, lo más probable era que no hubiera dormido nada.

Nos entendimos en silencio. Y no nos levantábamos, aunque no por falta de miedo; estábamos aterrorizados.

Poco podíamos ver y escuchar, la oscuridad impedía la primero, lo segundo se presentó como un fenómeno curioso pero aterrador; es lo que se siente cuando entras en un monasterio o una planta industrial. Existe la sensación de silencio no porque éste exista como tal, sino porque los sonidos son tan constantes e invariables en su fuerza y tonalidad que hacen que tu sentido del oído se acostumbre transmutando esa extraña sensación en un falso silencio que te envuelve hasta aceptarlo como tal. Esto hizo que nos confundiéramos, ¿escuchábamos algo o era nuestra imaginación? El hambre, la sed, las pocas horas de sueño... Todo se transforma en cansancio, y el cansancio a su vez te transforma a ti, tus sentidos, tu cuerpo, la manera en que respondes a estímulos externos.

Hasta tenía un poder hipnótico.

Se me erizó la piel y casi comencé a temblar. Estaba confundida y mareada y quería que todo terminara de una buena vez, ni siquiera rezaba por un final feliz... Entonces, cuando sentía que la cosa no podía ponerse peor, escuchamos pasos, no parecían muchos y no sonaban tan erráticos, pero eran pasos al fin y al cabo y con tanto tiempo sin ver ni zombis ni personas no podíamos garantizar nada.

Coen se ofreció a revisar pero no se lo permití. Espera otro momento, le dije. Los pasos se detuvieron y llegaron a nosotros murmullos humanos. Voces humanas. No entendía qué decían pero podía notar sus voces, diferentes en su tono y volumen. No dejó de parecerme extraño pero, de nuevo, tiempo sin ser mas de dos ser humanos en el mundo, eso descoloca a cualquiera.

El diario de Josephine JonesWhere stories live. Discover now