Pesadilla 2: Steve

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Pesadilla 2

Steve

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El informe no resultaba prometedor. Las bajas sólo crecían y lo peor de todo era que nuestras pérdidas aumentaban sus filas. ¿Qué clase de pesadilla era esta? Se levantaban, caminaban torpemente, pero eran fuertes y como marejadas se abalanzaban sobre todo, destruyéndolo, devorándonos.

Iniciaron las deserciones. Los soldados se esfumaban ahí, en pleno campo de batalla. Tiraban sus armas y se echaban a correr. Algunos lograban huir, otros eran sorprendidos en pleno escape, y cuando toda una manada de podridos te intercepta, ya no tienes escapatoria, aun seas más rápido e inteligente que todos ellos. Su fuerza está en sus números y en la podredumbre que escapa de ellos junto con sus gemidos espantosos. Su arma es el terror. Y no hay nada más desconcertante que monstruos que atacan aprovechando eso que algún tiempo todos tuvimos en común.

Cuando disparas te tiemblan los brazos, y no por los repetidos impactos del arma, sino porque al inicio no comprendes por qué se vuelven a levantar. Las órdenes, claras: disparar bajo, a las piernas, y a los mejores tiradores se les ordenaba disparar a la cabeza. Como un auténtico videojuego en 3D con el miedo, el hedor y la sangre tan real como en la mejor consola de última generación. Así la pasábamos en el batallón cuando no había nada qué hacer, y en un país con escasa influencia militar y política, casi siempre no teníamos nada que hacer. Pero eso era un juego. Los que nos tocaba vivir ahora era más absurdo e incomprensible, pero de cualquier forma real, y no había manera de hacer una pausa o volver a iniciar una estrategia porque el resultado había amontonado una sombra de cadáveres sobre nuestras conciencias.

Todos empezamos a caer. Unos nos levantamos casi ilesos, otros, torpes, y enseguida comenzaban a tropezar con la mirada perdida y la boca llena de baba sanguinolenta. Por eso llevábamos al menos dos balas aparte. Una por si nos tocaba matar a un camarada, y la otra para un uso más personal. Tarde comprendimos que si no le poníamos fin, se levantarían; porque todo el mundo se levantaba de entre los muertos solo para esparcir más y más muerte. Al final llegamos a acostumbrarnos tanto al hedor que olvidamos todos los demás olores. Lo único que nos interesaba ahora era no terminar como los demás. Era ese apestoso olor a muerte el que poco a poco nos fue regresando los pies a la tierra, eliminando nuestros motivos para titubear.

El punto crítico para mí vino cuando nos enviaron a una misión de contención; los autobuses repletos de sobrevivientes en ocasiones no podían tomar vías alternas y a veces teníamos que hacer espacio para ellos. Estábamos invadidos. Había planes para utilizar armamento pesado, pero antes se tenían que salvar a tantas personas como fuera posible. Fue una decisión ingenua por parte de los altos mandos. De haber sido yo hubiera volado toda la ciudad a la primera, con el debido respeto a la gente sana, todo con tal de mantener a raya lo que nadie imaginaba podría llegar a suceder. ¿Pero qué se podía esperar de ellos, si la mayoría había alcanzado su puesto a pura corrupción? Estábamos siendo guiados a ciegas por un grupo de ineptos que no decidían cómo proceder.

En esa misión todo se fue al caos. Rompimos líneas. Perdimos a los soldados que manteníamos en puntos estratégicos para cuidarnos la espalda. Ni los francotiradores en los techos estaban a salvo. Las barricadas sólo les servían como escaleras, caían los primeros, pero el desnivel que sus torpes cuerpos creó hizo que los demás avanzarán sin problemas, lo cual era de locos. Nuestra estrategia de siempre había jugado en nuestra contra. En lugar de mantener la distancia se la facilitamos. Para colmo, estábamos siendo rodeados en todos nuestros puntos de operación, se perdió toda comunicación con la base, y no nos quedó de otra que seguir a nuestra manera. La cosa se había salido de proporción. Ya no eran esas cuantas calles, ni siquiera ya solo era asunto de la ciudad. Estaban por todos lados. Nuestra ciudad era insignificante comparadas con las que acababan de comunicar que sufrían ataques similares o incluso peores. Lo supimos con uno de los últimos comunicados que recibimos.

El diario de Josephine JonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora