42. Sin fecha. Final

997 135 34
                                    

Me quedé sentada. A mi espalda podía visualizar a Coen corriendo, alejándose todo lo que le resultaba posible. Es un instante vi el poco tiempo que él y yo compartimos. No había sido mucho en realidad, pero me marcó como ningún otro; la manera en que siempre conseguía animarnos a ambos cuando ni siquiera él mismo tenía ganas de nada, pero siempre viviendo. Nunca he conocido a alguien con tantas ganas de vivir, y con la energía para intentarlo pese a todo. Me habría gustado esa clase de optimismo, no, más bien, esa clase de juventud. No me considero vieja, y sonará estúpido porque sólo soy un año mayor que él, pero él parecía mirar las cosas de una manera que yo nunca pude, ni intentándolo, y eso de alguna forma consiguió inspirarme. Es difícil de explicar, y aunque no pueda hacerlo tal vez sea suficiente para que entiendan por qué arriesgué tanto por él. Aunque incluso, en el fondo tal vez fui mucho más racional que sentimental; siempre sentí que él sería capaz de cualquier cosa, mientras creía que yo seguía viva por pura suerte. Y es así, ¿no? Pienso en esto hasta ahora, mientras lo veía marcharse sólo pensé en que era el adiós definitivo; ya no nos volveríamos a encontrar ni buscándonos. Y ahora que él seguiría vivo, también cargaría con el pesar de mi muerte, de mi mutación, y probablemente quede con la vaga idea de que alguna vez conoció a una chica, porque sólo perdurará el pesar de verse envuelto otra vez en la misma situación; por suerte para él, los sentimientos que le tenía a su hermano y los que llegó a sentir por mí no se comparan de ninguna manera en magnitud, y eso, por tonto que suene, consigue aliviarme. Me alivia ahora, mientras escribo y pienso en él. Lo extraño mucho, ya lo echaba de menos en ese momento, aunque también había otras cosas por las que debía preocuparme: no voy a mentir, estaba aterrorizada, no tenía que imaginarme nada, era la pura realidad; la herida palpitaba, caliente, podría decirse que sedienta, y más sentía miedo por mi estabilidad mental que por otro cosa. ¿Cómo no me volví loca en esos minutos de espera? No lo sé.

      Cuando ya estaban suficientemente cerca me puse de pie, tomé un prolongado suspiro y contuve al aire, cuando lo liberé, me eché a correr, aunque algo lento, gritando y moviendo los brazos para acaparar su atención. Al inicio funcionó. Una nada despreciable orda de lo que sea que fueran ahora esas criaturas comenzó a seguirme. Yo seguía lúcida. SIGO lúcida y por eso escribo, pero en ese momento, e incluso ahora, ser consciente de esta lucidez me descolocó. No tenía idea de cuánto demoraría mi cuerpo en cambiar, mi mente en desaparecer y más me parecía que todo lo imaginaba: la fiebre, la sed, el hambre, esa picazón que todavía no abandonaba mi herida pero que temía seguiría extendiéndose. ¿Me pudriría y sería una sonámbulo nuevo? Por el momento no soy ni una cosa ni la otra. La herida me ha dejado de sangrar pero la picazón no ha desaparecido, lo que hace que escribir sea un verdadera martirio. Sólo pienso en rascarme, rascarme, rascarme, ¡me estoy volviendo loca! Y la fiebre... creo que tengo fiebre. Tengo mucha sed, pero no hambre por el momento. Me cuesta distinguir si es de día o de noche, tiene que ser de día y por eso escribo con tanta claridad, pero los ojos me arden. Me pesa, esta vida que me deja me pesa, y no sé cómo manejarlo.

     Pero continuando: al inicio mi escándalo sí los atrajo, pero ya después pasaron de mí, de la nada, fui invisible para ellos, de la misma manera que lo eran las piedras y las plantas. Se quedaron quietos un instante, y así fui capaz de apreciarlos mucho mejor ahora que la mañana se encargaba de iluminarlo todo: parecían sanos por completo salvo por la mirada, algo rojiza y pérdida. Abrían la boca intermitentemente como si estuvieran por decir algo, pero no lo hacían. Me dio la sensación de que eran como iguanas al sol, atentas a algo pero a saber a qué. Me tiré al suelo pensando que todo estaba perdido, me rodeé las rodillas con los brazos y agaché la cabeza. Estaban quietos, sí, pero casi me tenían rodeada. Yo sólo esperaba convertirme o ser devorada.

     Llevaba un cuchillo en la mochila, bueno, varios. A mis padres en ningún momento les interesó dejarme bien armada. Los puedo imaginar ahora, escucho sus pensamientos: estadísticamente tal porcentaje de personas muere por mal manejo de armas. Y claro yo, la niña inútil, la consentida inútil más bien, ¿con algo así en las manos? Mis padres jamás sacrificarían todos sus esfuerzos sabiendo que un ataque de pánico yo era capaz de bolarme la cabeza, o de disparar, a modo de defensa, con lo que solo conseguiría atraerlos e igual morir. No se les ocurrió que bien pude haberme ahorcado, cortado las venas, intoxicado con cualquier tontería; pero no, en lugar de todo esto había preferido esperar y vivir en esa espera agonizante pero real; porque nada más me lo parecía en ese momento. Y entonces eso y ahora esto. No logro ponerle orden a mis ideas y siento que salto de un punto a otro. Si me hubiera atrevido a hacer algo diferente... ¿qué más da ahora? Todavía me visualizo ahí sentada, resignada y esperando. Esperando, esperando, todo en mi vida se resume a esperar... esperar... No, la verdad, conociéndome como lo hacían, sabían que nunca sería capaz de suicidarme, y conociéndome como me conozco, sé que jamás habría tomado un arma aunque se tratara de defensa propia. Siempre me gustó la violencia de las series y los juegos, pero... De todas formas da igual, no hubo arma de fuego para mí, porque no hubo confianza tampoco, porque decidieron que la suerte sería mi único juez. Así de confiable les resultaba; prefirieron dejar las cosas al azar a que yo tomara una decisión. Y bueno, tenían razón.

El diario de Josephine JonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora