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NARRADOR OMNISCIENTE:

— Hijo, ven para acá. —le ordenó una hermosa señora a su hijo, con su voz tan dulce y reconfortante. — Déjame ponerte tu suéter, sino te vas a enfermar.

La señora se acercó a su pequeño hijo hincándose a su altura para ponerle su suéter. Ésta le dio un beso a en la mejilla antes de que el pequeño pudiera evitarlo. El niño odiaba los besos e incluso los abrazos, le disgustaba la "baba", como él solía llamarle, que los besos de su madre dejaban en su mejilla y en cuanto a los abrazos, lo asfixiaban. ¿Pues a qué niño le gustaban los abrazos o los besos? ¡A nadie!

La criatura se libró de los brazos de su madre y empezó a correr por toda la cubierta del barco de su padre con su mamá pisándole los talones. Las divertidas carcajadas de la mujer era lo único que se escuchaba en la superficie, ahuyentando así a los peces que merodeaban alrededor del quieto barco flotando a la deriva del mar y alertando a los depredadores que asechaban por el lugar.

— ¿Qué está pasando aquí? —interrumpió la firme y ronca voz de aquel hombre. — ¿Se están divirtiendo sin mí? —dijo, actuando resentido, con una sonrisa en el rostro, saliendo del interior del barco.

La mujer río dulcemente y se acercó a su marido para besarle en los labios. El hombre le correspondió, pasando sus manos por los cabellos de la mujer y acariciando la suave piel de sus mejillas. Ésta pasó sus manos por la nuca de su alto esposo.

Se vieron obligados a separarse por una exclamación de su hijo, quien le daba asco verlos darse besos. Ambos rieron, mirándose el uno al otro completamente enamorados. Después de todo lo que habían sufrido, las malas noticias, los malos tiempos por fin podían decir que la suerte estaba de su lado nuevamente, con su hijo.

— Hace frío. —afirmó el señor, viendo como desprendía vaho por su boca.

Abrazó a su esposa por detrás.

La mujer acarició los fuertes brazos de su esposo, que reposaban entrelazados en su abdomen. — Miren las estrellas. —les dijo, apuntando al enorme cielo nocturno donde yacía la gran luna llena.

— La luna... —respondió el señor, asombrado. Jamás habían presenciado la luna tan grande como en esta noche, se veía tan cerca, y aparte de que en muy pocas ocasiones la habían visto llena.

La mujer asintió, sabiendo lo que su esposo le quería decir. — Vamos adentro. —propuso, descansando su mano en el pecho de esposo, quien seguía contemplando las estrellas. — Travieso. —llamó a su hijo, dando a entenderle que debía de seguirlos a ellos al interior del barco.

El niño, quien había permanecido del lado opuesto a donde sus padres se encontraban en el barco, igual de asombrado que su padre, observando la luna y las estrellas, se puso de pie para reunirse con ellos y entrar juntos, pero su padre lo interrumpe antes de que entre a alguna de las cabinas:

— ¡Es cierto! —exclamó el hombre, recordando algo. Empezó a buscar en el bolsillo de su pantalón y cuando por fin encontró lo que buscaba lo sacó contemplándolo con cierta nostalgia. Se trataba de un carrito color rojo hecho de metal, era una reliquia para él ya que su padre se lo obsequió cuando era apenas un niño, al igual que su abuelo lo había hecho con su padre y como él mismo lo haría con su hijo. Le obsequiaría este tesoro tan importante para él a su pequeño.

El niño lo miro extrañado y luego al objeto que su padre tenía consigo. «¿Qué es?» pensaba. El hombre le tendió el carrito, al mismo tiempo en que se hincaba para quedar a su altura.

— Hijo, esto me lo dio mi padre, y ahora te pertenece a ti. Es un carro de carreras. Mi abuelo se lo dio a mi padre, tu abuelo, y ahora yo te lo obsequio a ti. Prométeme que lo cuidaras bien, campeón. —puso su mano en el hombro de su hijo y lo miró con nostalgia y dedicándole una dulce sonrisa.

S U M E R G I D A Where stories live. Discover now