Junio - 1

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La mañana de Junio estaba soleada. El césped crecía saludable al lado de la vía y el cielo azul terminaba de darle perspectiva veraniega al clima. Mientras movía la camioneta cargada de equipaje Carlos pensó en cómo el mundo exterior se podía mostrar tan indiferentea lo que cruzaba por su cabeza y se dio cuenta de lo irrelevante que era. Si hubiera tenido la oportunidad de elegir el clima de ese día sin pensarlo lo hubiera hecho oscuro y tormentoso para sentir que el cielo lloraba junto a él. Pero no, todo era tan genérico como podía serlo un día normal del inicio del verano.

La gran cantidad de equipaje estaba ya acomodada en la maletera y los asientos traseros. Matías estaba sentado en el puesto del copiloto y vistiendo uno de sus típicos atuendos vacacionales que él mismo elegía de entre su guardarropa, haciendo divertidas combinaciones aleatorias de colores y estilos. Llevaba puesta también una sonrisa entusiasta, no tenía razón por la que ocultar su felicidad y emoción y eso hacía a su padre sentirse peor consigo mismo, deseando que los motivos de la pequeña aventura que iba a tener con su hijo no fueran, al fin y al cabo, una mentira.

Cada movimiento costaba más que el otro. Tomó valor para apretar el clutch y comenzar a recorrer los primeros tramos de la vía. No sacó primera y le costó para pisar el acelerador, pues no había que ser un genio para saber que no volvería a rodar los neumáticos por ese asfalto en mucho tiempo. Pero sintió un alivio que no recordaba al llegar al primer semáforo que daba paso a la avenida. Quizás no podía evitar que se le contagiara la emoción de la aventura que rodeaba a Matías y lo ayudaba a despejar la mente un poco. Aunque aun así la sensación de abandono demandaba ser sentida.

La luz verde les otorgó esa posibilidad de arrancar que esperaban poéticamente y le hizo a Carlos pensar pero la bocina del carro que estaba atrás le dio el empujón que le faltaba para poner a sonar propiamente el motor y tomar la vía rápida que conducía a través y fuera de la ciudad. A las ocho de la mañana de un jueves la ciudad seguía despertando. El apacible calor permitía colocar terrazas en todos los restaurantes que anunciaban sus menús de desayuno en pintorescas y bien diseñadas pizarras de tiza. Observando todos los llamativos postes de colores y las —ocasionalmente bonitas— mesoneras preparando todo para la jornada mañanera el estómago de ambos viajeros recordó que no habían tenido tiempo para desayunar. Carlos sólo necesitó la mirada de su hijo para saber lo que estaba pensando.

Después de un buen desayuno que se resumió en Matías registrando minuciosamente cada detalle del menú por aproximadamente treinta minutos para finalmente decidirse por un plato compuesto puramente por frituras de todo tipo, dos tazas de café negro y una merengada para llevar, pusieron los cauchos en la autopista interestatal en dirección al oeste que era donde quedaba el pueblo que habitaba el misterioso abuelo que Matías no había alcanzado nunca a conocer. Carlos tenía más años que la edad de su hijo sin poner pie en ese lugar pero ahí había crecido y aunque generalmente su hombría le quitara las ganas de decirlo, una parte de su corazón seguía derramada por esas calles.

Cuando lo contara Carlos diría que no. Pero sí lo hizo. Sí miró atrás antes de acelerar y dejar toda la ciudad atrás, sí tuvo dudas y sí pensó en devolverse. Sí le costó apretar los pedales y las manos sí le temblaban. Sí tenía frío, un frío de esos que nacen en la boca del estómago y no puede solucionarse con un suéter o con un abrazo.

¿Y si ella volvía para almorzar?

Sí vio a su hijo en busca de una fortaleza que para él no existía y sí pensó que era toda su culpa y que el pequeño no merecía nada de lo que estaba por venir. Porque sí sabía lo que estaba por venir.

Por eso mismo fue que tomó la autopista interestatal en dirección contraria a su vida. Viento en contra y sol enfrente.



Corazones Vacíos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora