Julio - 3

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La tarde continuó mientras el pequeño se encargaba de interrogar todos los aspectos de la vida del misterioso individuo que tenía más edad que ambos y llevaba el peso de una vida olvidada en sus hombros y las marcas en los ojos. Hombre devoto a sus padres y de sentimientos puros, había crecido al compás de las olas en uno de los pueblos fantasmas que se extendían por la costa, el cual se había visto forzado a abandonar en busca del hermano de su padre que había desaparecido en medio de una tormenta con una nota que decía que no lo buscaran, que estaba bien en La Ciudad de Los Milagros. Tuvo un perro que perdió ante la brisa del desierto y un velero que sabía pilotear como nadie más. Ambos tenían nombres de mujeres. Era un fiel creyente de los Santos y las Ánimas que poblaban el desierto, además de creer también que los Cujíes podían llorar por las tragedias de los seres humanos. Había leído dos libros en su vida y uno de ellos se trataba del legendario Cien Años de Soledad que había encontrado gratamente inspirador y lo hacía ver el mundo ligeramente diferente de cómo lo veían los demás. O eso pensaba él. Su color favorito era un rojo vibrante que un día vio en un pez gigante que saltó frente a su bote, su comida favorita era la fruta del guanábano y en su defecto el helado de coco. Su mamá se llamaba Doña Jesusa y su padre era Don José María. No pensaba que las rocas pudieran pensar ni que la gente de otros planetas estuviera escondida bajo el mar pero si aseguraba que las sirenas eran reales.

Esta fue toda la información que Matías consiguió de Edgar pero no porque se negara a responder sino porque al niño se le habían dejado de ocurrir preguntas. Carlos escuchaba atento sin comentar nada y sonriendo de vez en cuando a las ocurrencias de su nuevo invitado. No las creía todas pero su hijo lo hacía,y eso era suficiente para él. El atardecer hizo presencia en el desierto pero aun no encontraban la salida que llevara a la interestatal y temían haberse perdido. Continuaron avanzando acompañados por los cuentos del nuevo pasajero que le explicaba con convicción al niño cómo el nombre te tu primer bote te acompaña toda la vida. Y en eso cayó la noche de nuevo, era 8 de Julio y la luna parecía el resto de una uña recién cortada.

La carretera era la propia de una historia de fantasmas. Las únicas luces artificiales eran los dos faros que iluminaban el asfalto agrietado que se perdía en la oscuridad sin ninguna curva visible. Los ocupantes del asiento delantero no se dieron cuenta el visitante se santiguó dos veces rápidamente para protegerse de cualquier espíritu maligno, poltergeist, alma en pena, santo enojado o soldado difunto errante que vagara por esos lugares bajo el amparo de la noche. Lo hacía con una mezcla de respeto y terror como se lo había enseñado su madre y su abuela. Nunca se había aventurado más allá de la última casa de su pueblo y el solo hecho de haber llegado tan lejos lo aterrorizaba más de lo que había imaginado. Hablaba mucho para mantener los nervios bajos y mientras lo hacía frotaba una pequeña estampilla de San Cristóbal que llevaba en su bolsillo. Decía que era de San Cristóbal porque la recordaba cuando se la dieron la primera vez que montó su bote, acompañada de una de San Elmo. Pero las había frotado tanto a ambas que ya no las reconocía entre ellas. Uno siendo el patrón de los viajeros y el otro de los marineros, pero también había olvidado cual era cual.

— No creo que tenga mucho sentido seguir viajando en la oscuridad. — comentó Carlos que no había hablado en un largo tiempo y su aliento comenzaba a saber extraño. — Tampoco tiene pinta que vayamos a toparnos con alguna gasolinera o algo si seguimos por este camino y deberíamos ahorrar combustible. ¿Será que nos quedamos a dormir en el carro esta noche, Matías? — Sabía que quizás no era lo más sensato, menos aun con un desconocido a bordo, pero no se le ocurría nada más. Y al final le daría de nuevo la confianza a su hijo para que tomara las decisiones para las que carecía de fuerzas para tomar.

— Pero hay que cenar, papá. Tengo hambre.

— Ahí tenemos cereal y otras cosas para solucionar la emergencia, hijo.

Edgar escuchaba callado en el asiento trasero.

— ¡Ya se! — estalló el pequeño después de echar un vistazo afuera. — Hagamos como los vaqueros de las películas. Vamos a detenernos y hacer una fogata y cantamos canciones y contamos historias de terror.

— ¿No te dan miedo las animas solas que viven en el desierto? — comentó el pasajero, disfrazando sus propios miedos en forma de un comentario chistoso al cual el pequeño respondió con una carcajada.

— Todos saben que los fantasmas sólo asustan a la gente malévola. Nosotros no somos malévolos. Vamos, papá. Porfa.

No se sintió quien para negar las peticiones de su hijo.

Cuando encontraron un espacio cruzaron la camioneta y se salieron de la vía y la dejaron estacionada a unos pocos metros de la vía. Se bajaron de sus asientos y pusieron los pies en la roca arenosa que cubría los alrededores interminables. Utilizaron las luces internas del carro para alumbrar un poco mientras se daban cuanta que ni Carlos ni Matías tenía idea de cómo hacer una fogata.

— No quisiera molestarlo, señor Edgar, pero ¿No tendrá alguna idea de cómo hacer una fogata?

Edgar que estaba perdido rezando giró la cabeza y pidió que repitieran la pregunta. Al escucharla asintió con otra de sus sonrisas donde se le escapaban alguno que otro espacio donde antes había un diente. Sin tener que decir nada el hombre comenzó a recolectar ramas secas, actividad a la que Matías se unió al instante. Mientras, Carlos se encargó de sacar algunas latas de frijoles y sardinas para poner a calentar en el fuego. Tenía una navaja suiza en la guantera para cualquier emergencia, supuso que sería finalmente útil. Sacó su guitarra también que no la había tocado desde que habían salido del apartamento el mes pasado.

Encontró que ya tenían una pila de madera seca lo suficientemente grande para la fogata que quería su hijo. Pensó que lo malcriaba mucho pero también pensó que necesitaría esa felicidad más adelante. Quería que fuera feliz mientras podía pues no creía que ese efímero momento de mentira durara demasiado. De la misma manera en que la comida no duró mucho apenas la pusieron a calentar en el fuego que había prendido habilidosamente el señor Edgar a punta de una sola varilla afilada. Nadie se molestó por tener que comer directo de la lata o sin cubiertos. Y cuando terminaron se recostaron en el suelo usando algunas prendas de almohadas pues en realidad la noche era calurosa y no había necesidad de cubrirse. Carlos sacó la guitarra de su funda y la afinó como pudo antes de destacarse con las canciones que ninguno de sus oyentes se sabían. Tocó con muchas ganas y de su voz salieron sentimientos que había decidido tragarse hacía mucho tiempo. Al dejar de tocar sintió un cosquilleo en los dedos y las lágrimas se las atribuyó al humo de la fogata que soplaba en su dirección. Pero los tres sospechaban que no se debía a eso.

«Cuéntanos una historia papá, una de las que escribes.» «Hijo, estoy seguro que el señor Edgar tiene una historia mejor que contar.» Y ahí se extendió el hombre con una elocuencia que solo tienen los pueblerinos, a contarles la historia del desierto, la del mar, la de sus padres y sus vecinos de una manera en que todas se trenzaban y se unían entre sí, en una vida que parecía el realismo mágico típico de los escritores latinoamericanos. Matías cayó dormido y no fue capaz de escuchar el gran finale de la pseudo-opera que le narraban pero Carlos tampoco la interrumpió hasta que pasaron unos minutos en silencio mirando el fuego.

— Nunca pensé que estaría haciendo esto. Una fogata bajo las estrellas en pleno siglo veintiuno. — Su pasajero lo miró con sus gastados ojos y sonrió. Pasaron unos segundos antes de que volviera a hablar. — ¿Es cierto? Me refiero, todas las cosas que le decías a mi hijo durante el viaje ¿Son ciertas? Las encuentro bastante fantasiosas.

— Claro que sí, señor Carlos. No tendría razones para mentirle, menos a un niño. Son todos los detalles que el pequeño consiguió sacarle a lo poco que llevo viviendo. — se quedaron callados por unos segundos más, limitándose a mirar el fuego. — Gracias por la cena... sé que no debería haberla aceptado. Fue un gesto muy amable de su parte.

— Lo que sea por poner una sonrisa en la cara de ese niño. — se limitó responder.

Después de recoger todo cada uno se acomodó en su respectivo asiento para pasar la noche. Cuando Carlos creyó que el señor Edgar dormía se permitió derramar unas cuantas lágrimas y unos cuantos remordimientos junto a la pregunta que continuaba resonando en su cabeza. « ¿Dónde estás?» Su inesperado pasajero escuchó todo sin quererlo.

Corazones Vacíos.Where stories live. Discover now