Julio - 1

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Julio los sorprendió a las orillas del océano con un amanecer perezoso que no terminaba de despedir la primavera ni recibir el verano. Carlos había decidido darle uso a algunos de los ahorros que tenía en su cuenta bamcaria y costearse unos cuantos días en el pequeño pueblo playero que continuaba en la carretera desde Puerto Verde. El río terminaba en un ancho delta rocoso donde abundaban los pescadores, los veleros y los veleros pescadores. Luego de eso se extendía el mar hacia todas las direcciones con sus vívidos colores característicos y lucía exactamente como lo hacía en las postales y las películas motivacionales. La primera impresión no permitiría a Matías olvidar jamás ese 27 de Junio en que deslizó por primera vez sus ojos adormecidos sobre las olas. Años después él mismo buscaría el camino de vuelta al mar, pero eso ya no es parte de esta historia.

La playa casi tropical se extendía por varios kilómetros interrumpida solo ocasionalmente por alguna choza de pescadores o el muelle de algún pueblo olvidado por el tiempo y el mundo cómo en el que se encontraban. Las pocas calles que no estaban hechas de tierra se difuminaban entre la arena de la playa que invadía hasta los pórticos de las casas entre abandonadas, destruidas, por destruir, por abandonar y las poquitas que seguían habitadas. Esto le daba su forma característica de pueblo al pueblo.

La casa que habían elegido casi a la fuerza, a causa de una insistencia inusual del arrendador, estaba situada a cincuenta y dos pasos del inicio de la playa. Distancia que se dio el trabajo de medir Matías en la segunda tarde que pasaron en aquel lugar. Era cuestión de cruzar una angosta calle de asfalto detallado con chapas de cerveza derretidas y luego una verja con la pintura mordida por el salitre y la madera hueca por el constante roce de la arena. Y después de seguir por un camino hecho de piedras que atravesaba un jardín hecho de algas olvidadas se llegaba a la playa blanca.

La semana que pasaron allá adquirió características temporales únicas. Las horas se dieron la tarea de pasar veloces e inadvertidas y a ellas se sumaron los días que transcurrieron en calma con los pies descalzos en la arena. Se deshicieron entre las páginas de los libros viejos que Carlos había alcanzado a empacar, una dosis alta de sol, castillos a la orilla de las olas junto a latas de cerveza y refresco con un poco de arena.

El hombre que había conseguido calmarse un poco desde sus últimos ataques de ira en las noches melancólicas y abandonadas que había pasado en la casa de Puerto Verde ahora era capaz de mantener cortas jornadas de pensamiento sin cruzarse con la imagen de la que había sido su esposa, o algo que al relacionarse con ella le llevara al mismo recuerdo. De vez en cuando eran cosas tan insignificantes como una palabra en específico o hasta el extraño florero genérico de fábrica que decoraba la mesa del comedor de la casa alquilada. Aunque ese frío interior no desaparecía con el calor del sol o la sonrisa de Matías, el nudo en el estómago desaparecía cuando él no estaba pendiente y sus ojos lloraban todavía cuando el pequeño se acostaba a dormir y él se enfrentaba al pelotón de recuerdos deshilvanados que venían acompañados de noches sin nubes y muchas estrellas que contemplaba desde el pórtico de la vieja casa, en una silla de plástico con una cerveza y una libreta en la mano. En esas noches de sereno a punta de luna menguante sus dedos, que sostenían un lápiz, rasgaron el papel de nuevo desde hace mucho tiempo. Vació sus pensamientos en rimas, sus dolores en versos, angustias y remordimientos en historias de mal amor, de fantasmas, de astronautas y de dioses, o simplemente en escribir lo que cruzaba por su mente. No faltaron palabras cómo "la extraño", "me siento abandonado" o "simplemente quiero ser feliz" en las páginas repletas que se sorprendía escribiendo a las tres de la mañana con un lápiz de escasa punta. Durmió unas cuantas veces ahí afuera, pues se quedaba dormido llorando y pensando en lo que podía haber hecho.

— Si tan solo le hubiese escuchado más. — susurraba entre dientes y entre lágrimas. — Tenía que. Fue mi culpa, no le demostré el amor que sentía por ella. Nos volvimos los adultos que juramos nunca nos convertiríamos. Fui yo, solo necesitaba un susurro. Una palabra. Algo.

Sus palabras las arrastraba el frío viento de la noche que las llevaba hasta la orilla del mar o a oídos de algún incauto pueblerino borracho y madrugador que terminaba llorando por la tristeza de los lamentos de un desconocido. Pero quizás fue la poesía, quizás la brisa marina, las estrellas, las calles de arena o simplemente su hijo pero nunca pensó que quería estar en otro lugar que no fuera ese. Cargaba las emociones como ladrillos en sus bolsillos pero ni por un segundo quiso dejar de andar.

Tampoco cuando empacaron los trajes de baño y las toallas y el resto de suplementos en la maletera y se colocaron los cinturones.

No era de ellos quedarse en un solo lugar. Carlos le preguntó a Matías que a dónde quería ir. El simplemente se limitó a apuntar a la dirección en que seguía la carretera que los había llevado al pueblo y fuera de la interestatal y sonrió con el ánimo que era capaz de adherirse a los huesos del pequeño gracias a la emoción de la aventura.



Corazones Vacíos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora