Julio - 4

8 5 0
                                    

Al salir el sol los tres hombres se encontraban listos para el viaje y mientras el pequeño narraba las extrañas ocurrencias de su igualmente extraño sueño (cosa que se la otorgó a los frijoles de la cena) remontaban la ruta del desierto que finalmente los llevó a la interestatal, la cual cruzaban ya antes de mediodía en dirección a La Ciudad de los Milagros. El sitio estaba bien presente en los mapas y en las señales de dirección a lo largo de la vía y no les fue difícil agarrar en la dirección indicada. Matías leyó los kilómetros que faltaban hasta su destino e hizo la conversión a las treguas, la medida que ahora usaba para adivinar el tiempo que restaba de viaje. Concluyó que si ponía un disco, las canciones tenían que repetirse seis veces antes de llegar.

Cerca de las dos de la tarde, cuando el hambre arreciaba en busca de sus primeras víctimas, el niño cayó en la publicidad de un monumento natural que había en las proximidades, cosa que desvió la ruta de viaje. A Edgar no le molestó pues no tenía realmente apuro en llegar al final de su viaje y, aparte de tomar en cuenta su condición de pasajero de gratis, había comenzado a compartir la meta de Carlos y hacer cualquier cosa que pudiera para hacer sonreír al pequeño. Sabía que su bondadoso chofer escondía algo y la verdad le daba miedo averiguar.

Ya había comenzado el terreno montañoso que se veía distante desde la última vez que habían estado en la interestatal. Las carreteras agarraban aún más curvas y la temperatura bajaba, pero todo esto lo compensaban las increíbles vistas de laderas llenas de árboles brillantes y montañas imponentes. Antes de ir a conocer las cataratas consiguieron un pequeño hotel que quedaba al lado de una estación de servicio. Alquilaron una habitación para pasar la noche que llegaría en algún momento y se dispusieron a comer en la tienda de la estación que hacía su vez de restaurante de hamburguesas. Tomando en cuenta a su pasajero, Carlos se aseguró de pedir el almuerzo compuesto de tres grandes hamburguesas envueltas en un papel blanco y tres refrescos del mismo tamaño. El niño le hundió la cara a la suya y terminó con los cachetes llenos de salsa. Pasaron la tarde explorando el parque natural hasta que por fin se hizo de noche y las luciérnagas iluminaron los caminos boscosos que llevaban de nuevo al hotel conformado de pequeñas cabañas que no desentonaban en ningún momento con el lugar. El pequeño se lanzó en la cama más grande y volvió a dormirse de primero, exhausto de correr tras las mariposas y del fantasma del calor de verano.

Carlos se instaló de nuevo con su pequeño cuaderno a escribir en la terraza de la cabaña. Estaba escribiendo la historia de un hombre que jamás había salido de su pueblo y se topaba con un hombre melancólico que huía con su hijo. Después le preguntaría a Edgar si no tenía ningún problema con eso pero las palabras se estaban ocupando en salir y no iba a negarles ese derecho. En algún punto se abrió la puerta de la cabaña y salió el señor de ojos azules. Se apoyó en la baranda y sacó del bolsillo una caja de cigarros arrugada y vieja. Encendió uno en silencio y comenzó a degustarlo lentamente. A Carlos no le molestaba el olor pero pensó por un segundo en comentar sobre eso «No sabía que fumaba usted señor Edgar.» pero tampoco podía pretender que lo conocía a la perfección por escuchar sus charlas con su hijo. Se limitó a sonreír y anotarlo en su libreta. Después de un suspiro pesado el señor toco el tema que había adivinado la noche anterior.

— Señor Carlos... — comenzó.

— Cónchale, el señor aquí eres tú. Dime Carlos que si no me siento viejo, estos veintinueve años todavía no me dan el título.

— Lo siento, se... Carlos. Es que mi deuda con usted es grande.

— Es solo una cola, no es gran vaina.

— Jamás hubiera llegado tan lejos si no fuera por esta gran vaina. — Ambos rieron un poco y volvieron a quedarse callados antes de habla de lo que era tan obvio que trataba de esconder. — No soy nadie para preguntar, patrón. Ni quiero meterme en vainas que no son mías pero siento que algo le está pasando a usted y a su hijo. La manera en que usted lo trata, lo mira y no quiero ser metido pero lo escuché llorando anoche en el carro ¿Le pasa algo?

Carlos se rio por lo bajo. Se decepcionó de ser tan malo fingiendo y lo transparente que era y se preguntó si el pequeño no lo había adivinado ya. Pensó en no decirle, en inventar una excusa o negarle el derecho a saber. Tenía sus motivos para rechazar su intromisión pero una parte de si necesitaba tanto decirlo que se refugió en el hecho de que quien preguntaba era un completo extraño y hacerlo no tendría repercusión absoluta en su vida.

— Mi esposa... ella. — encontró que las palabras eran ásperas al salir. — Me abandonó. Una noche desperté y se había ido, sin ninguna advertencia ni ningún mensaje. Dejó todas sus cosas, no se llevó nada. Parecía casi como si se hubiera esfumado pero yo sé que se fue. Algo dentro de mí lo dice. Lo triste es, Matías no sabe nada. Le dije lo que le contó a usted, señor Edgar, que había ido a buscar su regalo de cumpleaños y nos alcanzará en el camino. Me asusta un poco porque su cumpleaños es el mes que viene y aun no tengo nada lo suficientemente especial para excusar su desaparición. Y todo este viaje fue una excusa también, una excusa para no tener que pasar un día más en aquella habitación que compartimos.

Edgar se quedó en silencio por un tiempo. Realmente no había esperado ninguna respuesta y no estaba preparado para aliviar un conflicto moral de esa magnitud. Así que se limitó a hacer lo primero que le pasó por la cabeza. Se quitó una cadena medio oxidada que tenía en el cuello. Llevaba un pequeño colgante en forma de círculo hecho probablemente de plomo o algún otro metal barato con una pequeña perla incrustada en el medio. Se dio la vuelta y extendió el brazo para dárselo a Carlos.

— Tenga. Déselo al niño de cumpleaños.

Carlos estiró igual el brazo y tomó el collar entre sus dedos. No hizo falta preguntar nada porque Edgar se encargó de dar a conocer todos los detalles.

— Se lo compré una vez a un santero que aseguraba que eso protegía de los espíritus molestos del mar y de las sirenas en busca de hombres. Es una pendejada y no creo que lo necesite más. No se preocupe que no lo voy a extrañar y es el único pago que le puedo dar por este viaje y la comida y la cama. Y al niño hasta quizás le guste.

— ¿Y que se supone que le diga? — Dijo Carlos, tocado por el gesto pero ligeramente decepcionado porque el extraño talismán no cumplía con su descripción de buen regalo.

— Dígale la verdad. Pero no ahora. Hágalo después. Cuando le dé esto invente una historia. El pequeño me ha dicho que usted es escritor, pues bueno, invéntese algo, una historia como ninguna otra, de cómo el collar es el tesoro perdido de un pirata, o de cómo lo llevó San Pablo Apóstol cuando lo metieron preso en Jerusalén. Invéntese un cuento, un cuento para él, que ese será su verdadero regalo.

Sostuvo el talismán entre los dedos y negó con la cabeza. Suspiró también y sonrió al ver al extraño hombre a los ojos.

— Y no importa que haga, no vaya a mirar para atrás por favor. Que esos arrepentimientos no lo van a llevar a ningún lado, ni a usted ni a su hijo.


Corazones Vacíos.Where stories live. Discover now