Junio - 4

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Cerca de las once de la mañana a Carlos lo despertó el ruido que hacía Matías rebuscando entre el equipaje la caja de su cereal favorito. Al abrir los ojos el «¿Qué/Cómo/Por qué/Cuando/Donde?» fue lo primero que advirtió la sinapsis. Había despertado los últimos años en el mismo lugar, la misma habitación, el mismo lado de la cama y junto a la misma persona. Le tomó unos segundos acordarse de todo y fue segundos después que se acordó de todo lo que había pasado el día anterior. Mientras terminaba de espantar el sopor las dudas tomaron su respectivo lugar en la cabeza y las decepciones se acomodaron de nuevo en donde debían estar. Una vez más todo le parecía una terrible idea. Sin apartar lo increíble de haber cruzado el estado completo de un momento a otro. Se había acabado su momentum de negación y al despertar una vez más aceptó sin querer hacerlo que todo era completamente real.

Después de una de las típicas conversaciones de recién parados Carlos encendió el carro y consiguió finalmente el camino hasta su vieja casa que no había conseguido en la noche. Estacionó y sonrió débilmente al ver que su padre había dejado la llave de la casa bajo el escalón suelto de la escalera de madera que subía al pórtico, en el mismo lugar donde siempre la dejaba cuando vivían juntos. La propiedad había quedado a su nombre, pero nunca había llegado a reclamarla. La cerradura cedió con un quejido y la puerta se abrió, dejando paso a la vieja casa.

Aparte de la gruesa película de polvo que cubría el vestíbulo entero la vista de Carlos se detuvo sobre una nota que estaba en el seibó. Escrita en una letra temblorosa y con una característica pluma negra, no necesitó adivinar de quien era.

Dejé la llave en ese lugar porque solo tú lo conoces, al fin y al cabo esta casa es más tuya que mía. Sabría que tarde o temprano vendrías una vez más y lamento no estar físicamente para recibirte, pero gracias por venir.

También dejé estas cosas para ti, aunque no sabría que más decirte, tú siempre fuiste el de las palabras.

Él era el de las palabras pero su padre era un hombre sin arrepentimientos y sin rencores. A Faustino y a su supuesta esposa eran las únicas personas que Carlos se atrevía a decir que había llegado a conocer a fondo y por más que fueran los polos opuestos de las personalidades humanas compartían la misma cosa: nunca miraron atrás, ni en los momentos que el mundo se les venía encima, ellos siempre mantuvieron su cabeza en alto. Aunque al llegar al amor nunca eran lo suficientemente buenos.

En el mismo mueble había un sombrero y un bastón los cuales supuso eran a lo que se refería la nota con «estas cosas». Tomó ambos objetos en las manos y se los dio a su hijo, que se colocó el sombrero de bastantes tallas más grandes y sostuvo el bastón que era casi de su tamaño. Y Carlos sonrió porque quizás, muy quizás, no estaba en realidad tan solo.


Corazones Vacíos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora