Junio - 3

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— Ahora si falta poco. — Fue la respuesta de su padre que sin querer se había sumido de nuevo en el estado de mirar a la nada pensando en todo.

— ¿Cuánto es poco?

La respuesta se hizo esperar un rato mientras miraba a su alrededor en busca de que hacer. Su salvador terminó siendo una señal que indicaba que su destino se encontraba a 70 kilómetros. Apuntó a ella y le pidió a Matías que la leyera en voz alta.

— Puer... to Ver... de, Puerto Verde a... sesenta... setenta— leyó como pudo— eso es setenta, perdón. ¿Setenta qué?

Hizo un cálculo rápido para darle a su hijo algo qué hacer para calcular la distancia que le restaba del pueblo.

— Son setenta treguas, y setenta treguas las viajamos siempre que se ponen todas las canciones de un disco de música sin repetirse. — Le dijo mientras le pasaba uno de los discos que con el desastre habían quedado a su alcance. — Ponlo ya para que veas que cuando se empiecen a repetir las canciones ya habremos llegado.

El pequeño hizo caso omiso mientras su padre se regalaba un segundo para disfrutar la fantasía que había creado casi sin querer. Permitiéndose sonreír débilmente al ver que todavía conservaba algo de la creatividad de cuentero que sacaba a relucir en épocas pasadas. Aun así eso no había sido suficiente para llenar todo lo que le estaba ocurriendo con ficciones que ayudaran a aliviar el dolor.

Comenzaron las canciones y ambos se sumieron en un silencio que variaba entre la calma y la expectativa. Las vías no habían cambiado en lo absoluto, teniendo de nuevo quizás algún que otro bache o grieta en el asfalto pero Carlos no tenía la capacidad para recordar cuáles eran nuevas pero sabía que habían más y lo pensaba aunque no le importara en lo absoluto. En cierto punto de la vía camino a Puerto Verde un ancho río se colocaba a un lado de la carretera y la acompañaba hasta llegar hasta el pueblo. Matías se dio cuenta de él antes de que su padre se lo señalara y cuando lo hizo el pequeño ya estaba concentrado en los piragüistas que surcaban las aguas y el otro montón de cosas interesantes que ocurren a las orillas de las fuentes de aguas. Mientras veía a su hijo ensimismado en el afluente al pie de la ladera recordó las cosas que hacía su padre cuando volvían a casa después de una larga temporada vacacional y bajó los vidrios del carro. Despegó la mirada del paisaje y volteó a ver a su padre a quien le regaló una gran y silenciosa sonrisa. Luego colocó sus brazos cruzados sobre el borde de la ventana y apoyó su cabeza en ellos, encontrando la excelente posición para mirar al gran lago de aguas verdes que nombraba al pueblo de techos bajos y casas que descansaba en sus orillas hechas de entre madera, bareque y ladrillo. Se veía cómo la carretera después de un par de curvas tomaba un paseo a lo largo del borde de las aguas y le entraba por un costado al pueblo casi colonial

En unos veinte minutos el carro reducía la velocidad para entrar a las calles angostas en que a duras penas entraban dos carros en el mismo tramo, puesto que la ancha camioneta ocupaba dos tercios completos de ella. Las casas de colores bien mantenidos y poco golpeados por el tiempo le terminaban de dar ese aire de pueblo que no podía ni pensarse en la gran ciudad. Y Carlos seguía sin querer aceptar que así pensaba, pero una sensación extraña de calma y seguridad se abrió dentro de él y donde le cupo, mientras recordaba a alguno que otro habitante de las casas que veía pasar por el parabrisas y le contaba en susurros las historias de sus vidas a Matías.

«Jesús David vivió aquí hasta que su padre decidió llevárselos a todos al otro lado del mar.»

«Esta era casa de la señora Estefanía, solíamos venir a merendar aquí. Sus ponqués eran la cosa más buena del pueblo.»

«Aquí vivía el Señor Cristo Oropeza. Él venía de La Ciudad de los Milagros. Siempre fue un señor muy extraño y solitario. A mí y a mis amigos nos daba miedo acercarnos a su casa.»

Corazones Vacíos.Where stories live. Discover now