Septiembre

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Septiembre llegó tan rápido como se fueron todos los meses anteriores. El calor comenzó a sustituirse por una brisa fresca casi permanente. Las hojas perdieron su brillo y ya la carretera había dejado de ser infinita pues se sentía el final de las vacaciones. Habían recorrido toda la nación y se encontrarían de vuelta en la ciudad de donde habían partido en solo unas horas más de viaje. Se detuvieron en un gran centro comercial que quedaba cerca de la interestatal para gastar las últimas horas de la tarde. Pasaron las horas de tienda en tienda, probándose toda la ropa loca que consiguieron, oliendo los perfumes de exhibición y jugando con todos los juguetes que las tiendas permitían. La tarde fue buena porque nunca se cansaban de registrar las tiendas o de observar las vitrinas. Matías solía detenerse a observar utensilios de cocina e indagar sobre su verdadero uso; «Esto parece algo que usarían para batirle el cerebro a la gente» «Creo que con este podríamos sobrevivir a una invasión alíen.»

El momento del helado fue lo más difícil. Se habían acostumbrado a los helados caseros que vendían en las esquinas de los pueblos que en momentos de mucha abundancia alcanzaban a los tres sabores. Siempre encontrando el de mantecado, coco y mora (o sus equivalentes). Al entrar en la franquicia, el niño quedó embobado con los colores y el gigante abanico de opciones de helado. Después de la dura decisión llenó su vaso de todas las gomitas que pudo y se dedicó a comerlo sin la menor preocupación a mancharse. Estaban sentados en una de las bancas a lo largo de los pasillos y Carlos se propuso voluntario para volver a la tienda y pedir una docena más de servilletas que era la cantidad de servilletas que sospechaba que harían falta. Después de hacerlo prometer que no se movería ni un centímetro se levantó y tomó camino a la heladería que habían dejado considerablemente atrás. Los pasillos estaban repletos de gente con caras invisibles, mientras alrededor se fundaba un océano de ruido donde el único lugar seguro era su propia cabeza. Salió de la tienda con las servilletas en la mano, haciéndose paso entre la gente cuando entre las siluetas sin importancia encontró una imagen que reconoció.

No se preguntó qué hacía ahí, tampoco le preocupó con quien andaba. Pero estaba sonriendo. Era difícil no identificar esos rizos dorados que había visto por tanto tiempo en su vida, piel blanca que le parecía una maldición y ojos distraídos que no lo miraban más a él. Se había resignado a no volverla a ver jamás y mientras Alba, la que alguna vez fue su esposa, se encontraba a pocos metros de distancia todo el castillo de arena se vino abajo. Todas las preguntas y la indignación se posaron en sus labios. Le dijo todo lo que juró decirle si la veía de nuevo, pero su boca no se abrió. Le hizo todas las preguntas con los ojos que temblaban desesperados mientras se llenaban de lágrimas. Sus labios querían gritar su nombre pero su mente no los dejó. Las piernas sentían la necesidad de dar un paso adelante pero la imagen del cuarto vacío no le permitió revivir el dolor. La observó mientras tomaba valor y dio un paso en la dirección contraria.

— ¿Estás bien, papá? ¿Qué pasó?— Le dijo Matías cuando lo vio llegar con las claras señales de que estaba llorando.

Le dijo que había visto como a un niño se le caía el helado y le había dado mucha tristeza. Luego le explicaba como el papá lo regañaba horrible por el pequeño accidente mientras se dirigían de nuevo al carro.

Encendieron el motor una última vez y arrancaron de vuelta al inicio con el tanque de gasolina lleno y los corazones vacíos.

El Fin.

Corazones Vacíos.Where stories live. Discover now