Julio - 2

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Salieron de medio día, levantando el polvo de la vía y adentrándose en la llanura árida que se extendía a lo largo del camino que llevaba de vuelta adentro del continente. Eran los únicos que transitaban por esos lugares así que con la aprobación de su padre el pequeño se encargó de bajar el vidrio, asomar la cabeza y gritar. Gritó libre y gritó feliz. Su padre lo envidió por un rato.

— Papá. — Dijo el niño cuando todo se calmó. — ¿Te sabes algún chiste?

Su padre se quedó en blanco por unos momentos tratando de recordar alguno hasta que por fin consiguió uno sin tantas referencias sexuales o groseras como los que pasaban por el grupo de la familia.

— Ajá... Había una vez...

— Espera. — Lo cortó de inmediato el pequeño. — No puede ser cualquier chiste, tiene que ser un chiste del espacio exterior.

La idea vino más rápido de lo que esperaba y comenzó a contar el mismo chiste pero encargándose de ubicar a sus personajes en los típicos escenarios de la ciencia ficción.

— Había una vez un niño que estaba en la academia de astronautas y le dijeron que tenía que comprar un cuaderno cuadriculado. El niño salió corriendo y se montó en su nave para ir a la luna donde vendían los cuadernos. En el camino repetía una y otra vez la palabra «Cuadriculado» para que no se le fuera a olvidar cuando llegara a la tienda. «Cuadriculado», «Cuadriculado», «Cuadriculado». Al desembarcar de la nave y acercarse al mostrador el niño llegó y pidió un cuaderno «Culocuadrado».

El pequeño reventó en una carcajada entre inocente y cómplice por la mala palabra que su padre había dicho y se siguió riendo un rato largo, recordando la misma última palabra «Culocuadrado». Cuando terminó de reírse no pudo resistirse e insistir por otro.

— Había otra vez un niño, el mismo niño, que su mamá le había pedido que fuera al planeta tienda y comprara un kilo de cochino espacial. El niño se montó en su nave y comenzó el viaje hacia el planeta donde se criaban y compraban los cochinos espaciales. Pero mientras iba en la nave se puso a sacarse los mocos con el dedo. — Comentario que hizo que su hijo pusiera entre la sonrisa una mueca de asco. — Y mientras, un señor lo estaba viendo y se conectó a su intercomunicador y le gritó « ¡Cochino!» y el niño rápido le contestó « ¡Un kilo por favor!»

La música quedo ahogada unos momentos por las ruidosas carcajadas que causaron el chiste. Carlos sonrió porque, aparte de que la risa de su hijo era bastante contagiosa, no le encontraba gracia a ninguno de los dos chistes que acababa de contar, pero le gustaba ver como su hijo los disfrutaba tanto.

El niño hizo silencio repentinamente mientras apuntaba algo a la orilla de la carretera. El conductor lo identificó rápidamente, era alguien buscando un aventón. Tenía un típico cartel de cartón, una gorra y una gran mochila. Pudo identificar una complexión musculosa aunque delgada gracias a la silueta pero no conseguía ver más. En otros momentos ni se le hubiera cruzado por la cabeza ayudarlo pero su hijo le preguntó que le pasaba a ese hombre a lo cual respondió sin pensarlo «Necesita a alguien que lo lleve». No hubo manera de convencerlo de no hacerlo. Pero al fin y al cabo el no consiguió ninguna razón para no hacerlo.

— Buenas, patrón. — Lo saludó el peculiar personaje cuando estuvo lo suficientemente cerca. Notó que llevaba una barba rubia y descuidada de más de una semana y la cara roja, arrugada de fruncir el ceño bajo el sol. Entre sus labios quebrados brotó una sonrisa que no escondía nada tras de sí, agradecimiento en su forma más pura. Expresión que se terminó de consolidar, ignorando los dientes amarillentos y mal organizados, por un par de ojos azules que habitaban entre la sombra de la gorra y las cejas tupidas del mismo color de la barba. Hablaba con el acento típico de los pueblerinos locales, jerga que había comenzado a terminar de entender la última semana.

— Buenas, compañero. Cuénteme ¿para dónde va usted?

Levantó con la misma sonrisa el pedazo de cartón que llevaba en la mano derecha y lo asomó para que ambos pasajeros pudieran verlo. Dictaba claramente en una letra negra hecha con marcador, posiblemente un Sharpie, el lugar a donde buscaba llegar: La Ciudad de Los Milagros. Matías miró a su papá buscando una respuesta y su padre lo miró también en busca de una. «¿Qué dices, pequeño? ¿Le damos la cola?». Su hijo asintió con una sonrisa como si leyera sus pensamientos.

— Abra campo en la parte de atrás.

El hombre abrió la puerta y luciendo una expresión de asombro y alegría se acomodó a él y a su equipaje como mejor pudo entre el abarrotado asiento trasero. Apenas cerró la puerta preguntó, aun sonriendo, cuál era el destino de los dos viajeros.

— Señor, créalo o no, usted nos acaba de dar uno. — Fue la respuesta que le brindó Carlos a su nuevo pasajero.

— ¿Perdón señor? — respondió el hombre, confundido.

— Es decir, le daremos la cola hasta allá completo.

— ¿Me llevará hasta La Ciudad de Los Milagros?— Le volvió a contestar, incrédulo.

— Hasta allá mismo— respondió Matías.

— Pero patrón, el viaje hasta allá es muy largo.

— Mi hijo aquí es el que decide hacia dónde vamos, de él son las palabras finales. — Le contestó divirtiéndose y respetando el increíblemente rimbombante título que le había otorgado a su hijo.

El pequeño miró al hombre y luego miró a su padre y luego al hombre otra vez. Se tomaba en serio el cargo, o al menos pretendía hacerlo. Y tomó unos minutos para «meditar» su decisión como veía a los adultos hacerlo en la tele. Realmente se preguntaba cómo se vería La Ciudad de Los Milagros y cuánto tiempo tardarían en llegar a ella. Ya había tomado su decisión pero no estaba realmente consciente de ello. Se acarició la barbilla unos segundos más y entrecerró los ojos mientras apretaba su pulgar entre los labios. Después de sembrar el suspenso que buscaba asintió enérgicamente.

— Bueno, amigo. Parece que tenemos un rumbo fijo. — Concluyó Carlos siguiéndole el juego a su hijo.

En un acelerón enérgico levantaron de nuevo la nube de polvo que se había disipado cuando se habían detenido. Matías, fiel a su rol de Almirante Oficial Sir Don o lo que fuera, se dio la tarea de introducirse a él y a su padre al hombre desconocido. Que se encontraba completamente inmóvil en su asiento.

— Yo soy Matías. — Comenzó sin previo aviso. — Almirante Navegante Primer Oficial Sir Archiduque Don Matías del Puesto del Copiloto en realidad. — dijo pausadamente mientras leía de la parte de atrás de una factura, lugar donde había anotado su título. — Él es mi papá, el pintor escritor dibujante Carlos. — Su padre le respondió con una débil risa y se apuró a negar la declaración de su hijo.

— Un segundo, eso no es así...

— Y estamos en busca de mi madre, que está en busca de mi regalo de cumpleaños. Que luego me va a dar. — Lo cortó de nuevo su hijo.

La percepción del propósito equivocado del viaje golpeó duro a Carlos, que no tuvo fuerzas para asegurar que eso tampoco era así, pues era una buena mentira, una mentira que, como había querido antes, podría llegar a creerse a lo largo del tiempo.

— Muy bien, Sir Archiduque Don Matías. Mi nombre es Edgar y no tengo un título genial como el suyo. Soy solo Edgar.

Corazones Vacíos.Where stories live. Discover now