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Hace 17 años

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Hace 17 años

Era un día nublado y lluvioso, los Omegas estaban reunidos en una gran sala. La habitación no era distinta de la base de los Signa, ambas parecían una iglesia del gótico medieval, sin embargo la base Omega era realmente aterradora, pues contaba con cuadros y esculturas realmente perturbadoras, con imágenes sangrientas y cientas de referencias a la hechicería prohibida.

Un altar de mármol blanco se erigía en la cabecera de la sala delante de un retablo que tenía unas pinturas que representaban a Ofiuco y a los inmortales, las luchas contra los celestes, los soldados matando a los últimos celestes que había habido, la victoria sobre una joven que fue la única que escapó en aquella guerra, la hija de Orión, todos los actos de los que aquella religión estaba orgullosa. Entre el retablo y el altar había un gran trono perfectamente decorado, preparado para Ofiuco, y en las paredes de la sala había más imágenes, algunas esculturas y ofrendas a sus poderosos lores. Si cualquier persona normal hubiera visto aquel lugar hubiera pensado que se realizaban ritos satánicos, y no se desencaminaban mucho. Los Omegas se sentaban en unos bancos frente al altar, todos vestidos de negro y con una máscara rica y grotescamente decorada que les tapaba la cara, cada máscara era distinta y aterradora, todos esperaban mirando al pasillo central que separaba las filas de bancos. Un Omega vestido de rojo y con una máscara dorada que asustaba más que todas las demás entraba con un niño vestido con ropa muy elegante, un niño que iba a ser el próximo señor de los Omegas. El niño no tendría más de siete años, era delgado y con un cabello muy rubio, liso y bien peinado, rasgos dulces y hermosos que lo hacían parecer un muñeco debido a su extrema palidez y unos ojos grises que en ese momento se encontraban enrojecidos por las lágrimas que amenazaban con salir. El pequeño miraba el lugar muerto de miedo y se encogía acongojado cada vez que veía unos nuevos ojos observando su cuerpo.

— Solo quiero ir con mi mamá– lloraba el niño de la mano del hombre de rojo, totalmente indefenso y desprotegido, con una voz tan triste que habría conmovido a cualquiera. A cualquiera menos a ellos.

— Pronto estarás con ella –contestó el hombre de rojo al llegar al altar– ¡El heredero de la Luna y el Sol ha sido traído a nosotros! ¡Ofiuco, acepta este humilde sacrificio y acompañanos en nuestro camino!– exclamó mientras abría sus brazos hacia el cielo tratando de dar aires de grandeza, aunque más que un ser poderoso recordaba a un brujo aterrador. El niño intentó soltarse y escapar pero dos hombres más llegaron y lo tumbaron bruscamente en el altar.

— Que la ceremonia de comienzo –anunció, y sin más preámbulos, los grotescos actos que se disponían a cometer dieron inicio.

Encadenaron al niño al blanco altar con unas cadenas de oro y los hombres trajeron un cofre dorado y ornamentado con un cáliz y un frasco en su interior, para después comenzar a murmurar unas complejas e indescifrables oraciones en latín a la vez que el sacerdote pronunciaba las palabras del ritual.

— La sangre de un celeste muerto en combate —el hombre llenó el cáliz con la sangre y lo acercó al niño– bebe –ordenó, ofreciendole la sangre de uno de aquellos pobres desgraciados a los que tanto tiempo atrás habían matado.

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