XIV

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Milán, Italia

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Milán, Italia.

42ºC de fiebre, eso era un problema. Arthur miró a la mujer postrada en la camilla de aquella minúscula habitación, apartada de los demás. Respiraba superficialmente, ya la habían visto los médicos del monasterio, como se esperaba, no sabían qué hacer ante el cuadro clínico que planteaba esa mujer. “Normal, esto no es algo de este mundo” pensó Arthur al ver lo perdidos que se encontraban frente al problema de Agnes, nada de lo que pudieran consultar en sus pesados libros de medicina podría llegar a explicar lo que le pasaba a aquella mujer.

Él tampoco sabía qué hacer, el don que le había sido otorgado por su padre era curar, básicamente todo, había oído como alguno de sus medio hermanos alguna vez había repelido la misma muerte. Él, por supuesto, no se creía capaz de una hazaña como tal.
A él la medicina no le interesaba para nada, pero debía comprenderla para poder comprender su poder, o eso le habían tratado de explicar mil veces. Ordenó los papeles que habían en la mesita al lado de Agnes después de haber apuntado la temperatura que había marcado el termómetro, no había mejoras, ni las habría.

El hijo de Cáncer no quería decirlo porque parecía que todas las personas que le rodeaban últimamente, le tenían mucho aprecio a Agnes y estaban conmocionadas por el ataque que había recibido, pero él sabía que no iba a durar mucho más, era cuestión de días, quizás de horas.

Oía su débil respiración, estaba durmiendo porque tenerla despierta era una hazaña imposible, cuando lo estaba parecía fuera de sí, como si estuviera poseída por alguna especie de ente, pero no, lo que le pasaba era consecuencia de lo que sea que le había hecho el atacante. ¿Una maldición? Tal vez, él no era una de las tres estrellas para comprender en profundidad la naturaleza y el alcance de los poderes celestiales.

Altair le escribía todos los días para comprobar su evolución, Marcus igual, el hijo de cáncer solo se limitaba a decir los cambios, que siempre habían sido a peor, aunque las últimas manifestaciones se las había guardado para sí mismo por orden de las estrellas.
“No quiero que cunda el pánico” fue la única explicación que recibió de Akram la última vez que se pasó por la habitación de Agnes, en ese momento él y otras dos personas trataban de contener a la mujer que forcejeaba y vociferaba contra ellos, logró lastimar a uno de los los encargados de ayudarlo, nada grave, pero desde ahí decidieron sedarla, pensaron que sería mejor que atarla a la cama.

Estaba apunto de salir cuando la oyó murmurar algo, se detuvo en seco y se giró para ver a la mujer, seguía dormida. Su respiración era aún más errática que antes, y aunque la situación era dura, Arthur comprendió que ese sería su final, así que se retiró de la puerta para caminar hacia ella y coger su mano, quizás es un basto intento de hacerla sentir acompañada en sus últimos momentos. Se quedó ahí, hasta que vio que su pecho dejó de subir y bajar, hasta que ella estuvo lista para irse.

La soltó para comprobar que realmente su pulso había desaparecido. Cogió la sábana que cubría su cuerpo y le tapó la cara, irían a por ella para enterrarla y debían esconder lo que le había pasado. Sus episodios de locura, su cuerpo ardiente, que no era lo peor que podía contar de esa experiencia.

Caeleste Bellum © [EDITANDO]Where stories live. Discover now