Capítulo 7: El Fantasma y Edric.

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"Las mañanas en la granja eran frías y odiaba tener que levantarme temprano para arar los campos o salir a cazar. En aquel momento entendía porque tenía que hacerlo, no era más que un pobre campesino, la vida era dura y las recompensas pocas. Tal vez esa fue la razón por la cual decidí unirme a las cruzadas. Donde un hombre por más humilde que fuese, podía convertirse en un alguien famoso, en alguien rico y alguien poderoso."

       Sintió entonces como el agua cayó sobre él, estaba tibia pues había estado bajo el sol de alguna fuente pública. Y nuevamente él podría olfatear los diversos olores de la ciudad; el hedor a estiércol, a sexo y a muerte. Edric se despertó con un gran dolor de cabeza. Si algo era peor que ser despertado por un balde de agua y con resaca, es ser despertado por un soldado árabe enojado. El hombre que le había arrojado el balde era una monstruosidad de al menos dos metros de alto, que usaba una armadura hecha con láminas de cobre sobre prendas de manta tan delgada que refrescaba con la primera brisa, sobre todo en este horno conocido como El Reino de Dios en la Tierra: Jerusalén.

       —Edric despierta, tenemos cosas que hacer. —Respondió el hombre en grave voz. Aquel soldado pasó a quitarse el yelmo, rebelando su verdadera identidad. Su piel era blanca requemada por el sol y sus ojos castaños, de cabeza cuadrada con una mandíbula prominente, de pequeños ojos marrones y una nariz grande y bulbosa, su cabeza estaba completamente afeitada. Sin duda era un hombre feo. No tenía tampoco barba y cejas. —DeBois... —Dijo Edric, limpiándose de mala gana, las lagañas, su cabello castaño le caía sobre los ojos y le molestaba. Antes usaba grasa de animal para peinar su cabello, pero se le había acabado y los árabes no tenían ni cerdos ni reces de donde extraer la grasa. Por lo que tenía que recurrir a otras medidas, como usar los pasadores de las prostitutas para arreglarse el cabello enmarañado. —Ya voy, dame un momento. —Respondió el muchacho dando un bostezo largo y profundo. Después le dio una nalgada a la mujer que dormía a su lado.

       —Levántate. —Le ordenó Edric a la mujer. —Me tengo que ir. —Respondió el muchacho. La mujer era de piel cobriza muy hermosa de ojos ambarinos. Ella agarró sus prendas hechas de seda y las redes de campanillas que se ponía en la cadera y los senos, para después salir del cuarto, dejando a los dos hombres solos.

     —¿Es turca? —Preguntó DeBois.

     —Ella es árabe. —Respondió Edric, con una pícara sonrisa.

     —Iras al infierno. —Dijo el hombretón.

     —Di lo que quieras, pero si cada hombre tuviese una mujer como esa en su cama todas las noches, las guerras se acabarían de inmediato. —Respondió Edric y se levantó finalmente. Pasó a tomar sus pantalones y se los amarró con un cordón. Se puso su camisola sucia y después su túnica; la cual tenía una cruz roja bordada en ella, pero justamente en el centro, había una gran luna negra creciente que eclipsaba la cruz. Aquel infausto símbolo de vergüenza, perteneciente a los soldados cruzados que se habían rendido y aceptado la ley del nuevo rey sarraceno de Jerusalén. Después se colocó el cinturón donde su espada enfundada y su daga colgaban. Finalmente, sus botas de montar. —Listo, salgamos de aquí amigo mío.

     Dejaron el burdel, incluso desde el interior del barrio cristiano, los largos pendones y estandartes verdes con la luna dorada del rey Saladino, mostraban lo imponentes que eran. Habría pasado ya medio año desde que Jerusalén se rindió ante su nuevo amo. Edric había estado presente durante el último día del sitio, donde finalmente lord Balian de Ibelin; ultimo caballero al servicio del difunto rey Baldwin. Rindió la ciudad santa, a cambio de un éxodo de todas las almas cristianas hacia el mar o a Bizancio.

      Edric y DeBois caminaron por la ciudad, llena de gente procedente de distintas partes de toda Tierra Santa. Había musulmanes vendiendo hermosos tapices, detallistas orfebres judíos que creaban piezas divinas con oro y piedras preciosas. Y poderosos herreros cristianos, creando utensilios y herramientas, exceptuando armas. Sin duda, la ciudad había tenido suerte, cuando Al Mutah Alim; El líder de los Halcones Rojos; fue elegido como el capitán de la guardia de la ciudad. Aunque a Edric sentía que Al Mutah, había perdido con la conquista de Jerusalén. Pues dentro del ejército de Saladino.

La Doncella de HierroWhere stories live. Discover now