Lenguas de hierro

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Un olor nauseabundo se apodero del bosque, fue tan fuerte y tan repentino que no pudo evitar una arcada mientras apuntaba con sus manos hacia el bosque. Tembloroso y lleno de miedo solo tenía claro que el defendería a sus amigos de las cuatro bestias que habían aparecido frente a ellos.

Tenían capas largas y grises, rasgadas por partes, dejando al descubierto una piel negra y podrida, llena de gusanos y pústulas infectadas. Sus rostros eran la peor cosa que había visto, ni si quiera El Suriel podía compararse con tal abominación. Cabezas peladas pero llenas de cráteres huecos y orejas puntiagudas, carcomidas por el tiempo. Allí donde habían estado los ojos solo había cuencas profundas, sin nada más que oscuridad. No había nariz, solo dos orificios pequeños y huesudos. Su boca era negra como el carbón y llena de dientes puntiagudos que sobresalían, llenos de sangre y pus.

– Hijo de un Gran Lord... – siseo él más alto con una voz gutural que hizo que los tres muchachos se estremecieran de miedo.

Y él supo, supo que todos los mitos y los cuentos de terror con los que habían crecido en La Corte Noche eran reales y que no había escapatoria para él. Su sangre era su condena. Pero tal vez con su sacrificio podría comprar tiempo para sus amigos. Los miró por unos segundos, el miedo reflejado en los ojos de la niña de apenas 8 años. Y en los ojos de su mejor amigo, el terror puro al entender lo que estaba a punto de hacer, nunca habían necesitado palabras para entenderse. Melrin levantó a Lira y se echó a correr. En ese mismo momento el príncipe de La Corte Noche levantó ambas manos al frente y generó una masa oscura en sus dedos que crepitó como las brasas. Justo como su padre le había enseñado, gritó con todas sus fuerzas y lanzó la oscuridad hacia las bestias, con tanta potencia que hubiera podido derribar a cualquiera. Pero cuando la bruma llegó a las bestias, tan solo fue una briza que revoloteó sus túnicas maltrechas.

Se echaron a reír, una riza cruel y antigua que le puso la piel de gallina. El primero de ellos se relamió los labios de carbon con una lengua sanguinolenta y bífida. Los otros tres tan solo sonrieron.

– Pobre fae. Es tan estúpido. – dijo el más pequeño con un acento extranjero. El muchacho lanzó otra bola de oscuridad con todas sus fuerzas y nuevamente las bestias se echaron a reír.

Tiempo, tiempo, tiempo. Necesitaba tiempo para Lira y Melrin. No podía verlos, pero sabía que ya faltaban tan solo unos metros para que estuvieran a salvo y para que tal vez pudieran pedir ayuda.

Una de las bestias señaló con una mano huesuda y putrefacta hacia sus amigos.

– Los mestizos escapan. – habló y luego las cuatro bestias clavaron la mirada en el príncipe haciendo que el cuerpo entero del muchacho comenzara a temblar.

– Valiente...– sisearon al unísono como serpientes.

– Nos va gustar tu sangre. – siseo el último de ellos y comenzó a acercarse.

El muchacho trató, realmente trató de correr, pero sus piernas parecían hechas de plomo y aun que lo intentó, ni si quiera pudo moverse.
Pasaron tan solo segundos, unos cuantos segundos en los que el príncipe logró retomar la compostura, pero ya era demasiado tarde, aquellas bestias ya lo habían rodeado.

– Será lento – dijo el más alto mientras acariciaba su rostro con una de sus uñas.

Gritó al sentir la uña de la bestia rasgando su piel hasta llegar al hueso. Escarbando para que la sangre se discurriera por toda su mejilla. Sus piernas temblaron, pero otro de ellos lo tomó por los hombros, obligándolo a mantenerse de pie.

– Y doloroso – susurró otro mientras se disponía a tomar su brazo.

Le arrancó en un abrir y cerrar de ojos la manga de la camisa y le lamió la herida que tenía desde el codo hasta el hombro. El príncipe volvió a gritar de dolor. La lengua de la bestia estaba llena de pequeñas cuchillas que hicieron que su brazo comenzara a sangrar en grandes cantidades.

La bestia que estaba detrás de él rasgó su camisa por completo, dejando al descubierto su espalda. Volvió a utilizar sus garras, esta vez para rasgar su piel. Fue el dolor más abrumador que había sentido el joven. Gritó hasta que sus cuerdas bucales se destrozaron y sus piernas comenzaron a temblar. Los monstruos volvieron a apresarlo, manteniéndolo suspendido en el piso con su fuerza sobre natural mientras comenzaban a darse un festín a lengüetazos. Brazos, piernas, pecho y espalda, lo desollarían vivo, con esas lenguas monstruosas de hierro.

Gritó hasta que la voz se perdió en el aire, hasta que perdió las esperanzas de que alguien llegara y lo salvara, hasta que se dio por vencido y cerró los ojos, rezando a todos los dioses para que eso acabara pronto.

Un grito agudo y lleno de dolor (que no era suyo), hizo que abriera nuevamente los ojos. El muchacho cayo de rodillas, tembloroso. Las bestias lo habían soltado.

Todo era confuso en ese momento, sobre todo porque había perdido tanta sangre que sus oídos zumbaban, la cabeza le daba vueltas y la vista se le nublaba. Se obligó a mantenerse consiente para entender que es lo que estaba ocurriendo. ¿Habían venido a salvarlo? ¿Su madre había logrado llegar a él?
Unas manos cálidas y pequeñas le tomaron el rostro con suavidad. Se encontró con unos ojos color verde con reborde dorado y una cabellera dorada como el sol que caía como una cascada ondulada a su costado, tapando lo que ocurría a su alrededor. Vio sus labios carnosos de color rosa pálido y su rostro tostado por el sol.

La joven decía algo, sus labios se movían, pero el príncipe aún no podía escuchar.

– Vete, sal de aquí si puedes... – logró entender. Mientras la joven se volvía a parar y se lanzaba hacia las bestias.

Y fue en ese momento en el que al fin pudo ver lo que sucedía a su alrededor. La bestia que había gritado, estaba desplomada en el piso, con una daga sobresaliendo de su espalda. La chica de cabellera dorada fue tras ella y la arrancó sin piedad. El muchacho sintió el sonido del hueso romperse mientras ella volvía a chantar la daga en el cráneo del monstruo, se la arrancó nuevamente en un abrir y cerrar de ojos y fue corriendo hacia donde estaban los otros tres. Las bestias peleaban con un muchacho que también tenía la cabellera del color del sol, la joven se apresuró a llegar a su compañero y cuando lo hizo el príncipe no pudo creer lo que veían sus ojos. Ambos estaban tan coordinados que parecían danzar un baile mortal. Cada giro grácil era una sentencia de muerte. Cada paso, una estocada. Pronto todo se llenó de un olor a sangre podrida y hasta los animales más peligrosos de ese bosque se quedaron en silencio. Habían matado a las cuatro bestias, tan rápido y tan sincronizados que él no podía creerlo. Pensó por unos segundos que estaba muerto o a punto de hacerlo y que eso no era nada más que una estúpida alucinación de su atormentado corazón.

Como si la muchacha pudiera escuchar sus pensamientos, volteó para verlo y él pudo ver algo en esos ojos verdes, no supo definir si era miedo, sorpresa o hasta quizás asco. Se quedó paralizada por unos segundos, vio al otro muchacho, esperando una orden silenciosa y aun que él negó con la cabeza, la rubia caminó hacia el príncipe.

– Esta muy herido, ni si quiera ha hecho caso a mi orden – le dijo al otro muchacho mientras se arrodillaba ante el príncipe.

– Si lo ayudas, te va a costar unos buenos latigazos – habló con frialdad mientras le clavaba la mirada llena de desprecio. Era la primera vez que el príncipe lograba ver sus ojos con precisión, dorados como el oro mismo.

Estaba muerto, definitivamente lo estaba porque no había forma de ver unos ojos de tal color. Trató de decir algo, pero de su boca no salió nada más que un balbuceo y aun que quiso mantenerse consiente, la oscuridad se lo llevó.

Una Corte de Venganza y Amor - Parte IWhere stories live. Discover now