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—Caliel, Caliel... ¿Dónde estás? —canturreaba Elisa encerrada en su habitación.

Se encontraba de pie en el centro del cuarto mirando hacia el techo y girando sin parar. Podía sentir que comenzaba a marearse y, aunque sabía que podía caer en cualquier momento, no paró; amaba esa sensación. Tenía una sonrisa enorme plantada en el rostro y no podía parar de reír. A pesar de tener ya diecisiete años, le gustaba sentirse todavía como una niña.

—Si dejaras de girar solo un segundo, te darías cuenta de que estoy justo frente a ti —escuchó que decía el ángel.

La castaña dejó de jugar en aquel momento. Se detuvo y sintió que ahora era el mundo el que giraba a su alrededor. Trató de fijar la vista en su amigo —que la acompañaba desde hacía doce años—, quien estaba sentado en el borde de su cama, pero falló. Lo veía moverse de un lado a otro, a él y a sus dos clones productos del mareo. Se acercó para dejarse caer sobre la cama y volvió a reír.

—No te vi cuando entré —dijo ella, echando los antebrazos sobre su rostro—. Pensé que te habías hartado de mí y al fin te habías ido.

Escuchó la risa musical del ángel.

—No es tan fácil.

—¿O sea, que me dejarías si pudieras? —dramatizó la muchacha mirando por fin a su acompañante—. ¡Yo sé que me abandonarías en cuanto tuvieras oportunidad!

Se llevó ambas manos al pecho, fingiendo dolor, y Caliel negó lentamente sonriendo.

—Te encanta exagerar.

—Y a ti ser serio. Moriría por verte perder los papeles por lo menos una vez en tu vida. Gritar, enojarte... Cosas que un chico normal haría. —El ángel elevó una ceja al escucharla y ella bufó—. Sí, lo sé, no eres normal. Tú eres un ángel de la guarda...

Tu ángel de la guarda —corrigió él.

—... y no haces cosas como perder el control. Lo sé —suspiró con pesar.

Elisa se incorporó sentándose en el borde del colchón, junto a Caliel, y recargó su cabeza contra su frío y duro hombro.

Mucho tiempo le había tomado a Elisa acostumbrarse a que, a pesar de la luz que solía irradiar, su piel fuera fría. Era como tocar una estatua de cristal. Su piel al tacto era dura, lisa y fresca, al igual que sus ropas blancas y su cabello. Cuando había cuestionado al ángel sobre esto, él había dicho que para él era lo mismo; no sentía la calidez en la piel de ella. No sabían la razón, simplemente que así era.

—¿Qué te agobia? —preguntó el ángel después de algunos segundos en silencio.

Le extrañaba que la siempre alegre e hiperactiva de su protegida pudiera permanecer más de diez segundos calmada y en silencio. Elisa sonrió con tristeza. Imaginó que él sabría qué era lo que le pasaba —siempre lo sabía—, pero deseaba escuchárselo decir a ella.

—Mis papás —fue su simple respuesta—. Han vuelto a pelear.

Hizo una mueca de dolor que su amigo no alcanzó a ver y volvió a dejarse caer contra el colchón. No sabía por qué seguía afectándole tanto. Sabía que sus padres ya no se amaban, aunque intentaran aparentar frente a ella. De hecho el amor era algo raro de ver ahora en la época que vivía. El amor, la compasión, la bondad... Todo eso parecía ser cosa del pasado. Cada vez había más guerras, muertes, traiciones, sufrimiento, y aquello era algo que oprimía el corazón de la chica. Ni siquiera soportaba ver los noticieros, se consideraba alguien en extremo emotiva, y todos los sucesos actuales tocaban su fibra más sensible.

Sueños de CristalWhere stories live. Discover now