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Aquella mañana Elisa despertó ante el ruido de algo rompiéndose. Dio un brinco y al despabilarse comprendió que aquel sonido provenía del cuarto de su madre. Se levantó de la cama y corrió hasta la habitación contigua donde la encontró agachada en el suelo llorando sobre un portarretratos roto, donde había una foto de ella y su padre juntos cuando eran muy jóvenes.

—¿Mamá? ¿Estás bien? —preguntó Elisa, pero Ana no contestó. Una fina línea roja en su mano denotaba que se había hecho daño con los cristales.

Elisa se acercó a ella y la ayudó a incorporarse. Ana se sentó en la cama sin decir palabra alguna mientras la chica fue al baño en busca de un botiquín de primeros auxilios para curarle la pequeña herida. Cuando volvió, Ana seguía en la misma posición. Elisa se hincó a sus pies y le pidió que le pasara la mano y al no obtener respuesta la tomó y se la curó por cuenta propia.

—Listo... debes tener más cuidado, mamá —dijo Elisa levantándose y sentándose a su lado en la cama.

—¿Para qué? Ya nada vale la pena, hija —murmuró apenas su madre. Elisa se detuvo a observarla.

Parecía haber envejecido años, había perdido el brillo en sus ojos, miraba al vacío y sus labios parecían curvarse ligeramente hacia abajo. La expresión de tristeza no solo se transmitía en sus facciones, sino que era palpable en todo su ser, en su piel seca y sin brillo, en sus hombros caídos, en sus cabellos despeinados. Elisa sintió pena e impotencia y no pudo más que abrazarla.

Ana no reaccionó al contacto, parecía perdida en sus pensamientos o en algún mundo paralelo. Elisa observó entonces la fotografía que seguía en el piso y se agachó para levantarla y colocarla sobre la mesa de luz. Fue allí donde encontró un frasco que no reconoció de inmediato pero que enseguida supo para qué servía.

—¿Estás tomando calmantes? —preguntó tomando el frasquito en sus manos.

—Solo para poder dormir —musitó la mujer, su voz también sonaba apagada como el resto de su ser.

—Mami... ¿Por qué no buscamos ayuda? ¿Algún psicólogo? ¿Alguien que pueda ayudarte a salir de esto? —insistió Elisa.

—No vale la pena, Elisa. Ya nada tiene sentido.

—No digas eso, me haces sentir mal. Yo sé que sufres por la pérdida de papá y que lo extrañas, yo también lo hago... pero entonces, ¿yo no valgo la pena para ti, mamá? Tú y yo todavía estamos vivas. Podríamos hacer algo, salir de compras, ir al cine o a la peluquería... ¿Qué tal un viaje? Algo que te devuelva la alegría.

—Con los peligros que hay ahora no podemos hacer nada. Apenas podemos salir de nuestra casa para ir a la tienda —exclamó su madre y Elisa suspiró, aquello era cierto.

Los viajes eran cosa del pasado, ya nadie que no tuviera urgencia de salir de su país se animaba a subir a algún avión. Esas máquinas eran los elementos preferidos de los terroristas para sus ataques, los estrellaban, los secuestraban, los perdían en sitios que nadie descubría y finalmente aparecían flotando en medio de altamar meses después.

—Bueno... pero algo podríamos hacer —volvió a insistir Elisa con tal de tratar de subir el ánimo de su madre—. Te necesito a mi lado, mamá.

—No puedo dejar de pensar en todos los errores que cometimos, en el tiempo perdido, en las palabras que no dije, las cosas que no hice... las peleas y discusiones sin sentido —dijo su madre en medio de un sollozo.

—Estoy segura que papá está en un sitio mucho mejor que este, además también estoy segura que sabe que lo amas y que él te sigue amando. Tienes que ser fuerte, a él no le gustaría verte así —añadió Elisa mirando a Caliel de reojo. Su ángel conversaba con alguien, pero aun así la miró con una expresión de solidaridad para con ella.

Sueños de CristalWhere stories live. Discover now