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Para Emmaline Neal no había nada mejor que empezar el fin de semana usando una Taser.

Era cierto que todavía no había utilizado la pistola eléctrica y que seguramente no llegaría a hacerlo, pero la expectación que sentía era real. En efecto, había un intruso en la casa de los McIntosh, y sería muy satisfactorio detenerlo.

Barb McIntosh sospechaba que se trataba de un delincuente sexual, y si tenía razón, Em sabía muy bien dónde apuntaría con los electrodos.

De acuerdo, Barb había admitido que era seguidora de Ley y Orden: Unidad de víctimas especiales (¡qué guapísimo salía Christopher Meloni!), pero había oído ruidos extraños en el sótano y su nieto, el espeluznante Bobby, no estaba en casa.

—Acercándome a las escaleras del sótano —susurró Everett Field.

—Sí, me he dado cuenta, Ev. Estoy justo detrás de ti —repuso Emmaline—, no hace falta que susurres.

—Entendido —musitó Everett.

A pesar de que Emmaline solo llevaba nueve meses en el trabajo y de que Everett era mayor, los dos sabían quién era mejor policía. Ev no era, definitivamente, la patata más crujiente de la bolsa.

—¿Estás segura de que Bobby no está aquí? —preguntó Em a Barb por encima de su hombro.

—No. Lo llamé por teléfono y le grité desde arriba, así que...

—Entendido —intervino Everett, llevando la mano a la funda del arma—. Alerta, peligro cercano.

—Aparta la mano de la pistola, Everett —ordenó Emmaline—. ¿Y de dónde has sacado ese lenguaje?

—De Call of Duty.

—Estupendo. Tranquilízate. No vamos a dispararle a nadie. —Solo con la Taser, y únicamente si hubiera una pelea.

La tasa de criminalidad era bastante baja en Manningsport, estado de Nueva York. El pueblo, que contaba con una población de setecientos quince habitantes, estaba situado a orillas del lago Keuka. Everett y Em eran dos tercios del departamento de policía; el jefe, Levi Cooper, el tercio restante.

Hacían controles de tráfico, mediciones de alcoholemia, detenciones por vandalismo, ponían multas... Que era casi tan emocionante como lo que estaban haciendo allí.

Además, Em tutelaba a un grupo de adolescentes en riesgo de exclusión que estaban alejándose del buen camino: cuatro, nada menos.

En verano y otoño, cuando llegaban los turistas para catar el vino, nadar y navegar por el lago Keuka, estaban más ocupados, pero ahora estaban en enero y reinaba la tranquilidad. De hecho, aquella era la primera llamada que recibían en tres días.

Oyó un golpe, y Everett siseó. Lo más probable era que se tratara de la caldera. O de un mapache. Levi siempre decía que si se oían ruidos de cascos se esperaba ver caballos, no cebras.

Estaban en un sótano; ante ellos se encontraba el apartamento de Bobby; a la derecha estaba la puerta que comunicaba con la otra mitad de la bodega, donde estaban la caldera de la calefacción y el agua caliente y, por lo que Barb les había dicho, varias docenas de conservas vegetales que había hecho en verano.

Toc.

De acuerdo, ahí dentro había algo.

—Lo más probable es que se trate de un animal —murmuró Em, sacando la Maglite del cinturón.

Al cuarto de instalaciones no se podía acceder desde el exterior, por lo que quien fuera había tenido que entrar a través de la casa. Y Barb siempre estaba bajo llave (de nuevo, culpa de la poderosa influencia de Ley y orden).

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