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Cuando Harry y Hadley regresaron de su luna de miel, hacía ahora dos años y medio, Harry tardó nueve días en ver que las señales de advertencia habían comenzado a parpadear como luces de neón.

Nueve días.

A pesar de lo que había dicho sobre sus ganas de tener familia tan pronto como fuera posible, Hadley decidió seguir tomando la píldora, cosa que estaba bien. Después de todo, ella era la que se quedaría embarazada y daría a luz. Solo que no era lo que le había dicho a él o a sus familias.

Tampoco quiso trabajar por el momento; antes quería aclimatarse. Una vez más, de acuerdo por completo. Se había trasladado a un pueblo nuevo, en una parte nueva del país. Claro que necesitaba aclimatarse. Después, aseguró, colgaría el cartel y pondría en marcha el negocio de decoración de interiores una vez más.

Pero en el momento en que la boda quedó atrás y la vida se convirtió en una rutina, Hadley comenzó a comportarse de forma un poco... irascible.

Le sorprendió que no hubiera más eventos como el baile Blanco y Negro, y su interés por hacer catas de vinos y guiar tours por Blue Heron se desvaneció con rapidez.

Asistió a una reunión del club de jardinería, pero no se unió a ellos, asegurando que no era lo suyo. Se apuntó a la Liga de arte, recibió dos clases de cerámica y no volvió. Honor le pidió ayuda con el Club de mujeres de Manningsport, que estaba organizando un recorrido por los diversos hogares para recaudar fondos para las becas sociales, pero Hadley llegó a casa diciendo que le ponía muy triste lo que se consideraba caridad «allí, en el norte».

—No seas snob, cariño —le dijo Harry, sirviéndole una copa de vino.

—Bueno, venga, cielo —respondió ella—. Tú has estado en Savannah, ya sabes a qué estoy acostumbrada. —Entonces ella lo miró con timidez—. Lo siento. Es que estoy de mal humor. —Luego se fue al ordenador y lo llamó para que mirara con ella ideas de decoración navideña que había buscado online, a pesar de que todavía era verano.

Pasaba mucho tiempo sola en casa. Pru y Honor la invitaron un par de veces, pero a Hadley le caía mejor Faith, y Faith estaba en California.
Y luego estaba Lázaro, el gato con el que Harry vivía.

Decir que era «su» gato era una exageración: Harry le daba de comer y lo acogía, y Lázaro se lo permitía. De vez en cuando, Laz saltaba a su regazo, le amasaba el estómago durante unos segundos y, a continuación, hacía un sonido horrible y se marchaba a lugares desconocidos a asesinar y saquear la población de aves y roedores.

Era una criatura fea: con manchas negras y rayas, le faltaba un trozo de la oreja izquierda y tenía el rabo torcido. Desconfiaba de todos los seres humanos, salvo de Harry.

Cuando Harry regresó a Manningsport al acabar sus estudios universitarios, le sorprendió la añoranza que sentía por su madre. Así que fue al cementerio familiar y se sentó bajo la mansa lluvia con un gran nudo en la garganta.

Y luego, por detrás de la lápida del primer Styles que cultivó esas tierras, apareció un animal pequeño. Había sido maltratado y la sangre se había secado en su pelaje hasta tal punto que no estaba seguro de lo que era, pero luego maulló.

Su madre tenía debilidad por los gatos. Siempre habían tenido algunos, ya fuera en los graneros o en casa. Que hubiera aparecido aquel le pareció una señal de su madre: era demasiada casualidad que lo hubiera encontrado allí, justo cuando estaba echándola de menos. Lo envolvió en su abrigo y lo llevó al veterinario, que le dijo que no creía que el gato sobreviviera. Cuando lo hizo, Harry le puso el nombre de Lázaro.

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