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Tres días después, Harry se despertó de mal humor.
Había acompañado a Hadley la otra noche a casa, desoyendo la desaprobación de sus hermanas y de la señora J cuando salía de la Taberna de O'Rourke. Entre todas le habían enviado seis mensajes de texto con su opinión.

Sí, era un imbécil. Pero ¿qué se supone que tendría que haber hecho? ¿Dejar a Hadley allí, llorando a lágrima viva, en un sitio donde no le caía bien a nadie? ¿Debería haber conducido una hora hasta Cornell para dejarla en casa de Frankie? ¿Decirle en ese momento que no tenía nada que hacer con él?

Princesa Anastasia había sido la mascota de Hadley y ella la adoraba, no importaba lo mal bicho que hubiera sido. Se la habían regalado cuando cumplió siete años. Y estaba destrozada, él lo sabía.

Salió del apartamento de su ex en cuanto pudo y se dirigió hacia la casita de Em. Había luz en el piso de arriba, en lo que quizás era su dormitorio. La pared era verde y tenía el techo inclinado. Desde la calle podía ver también algunos ladrillos de la chimenea.

Apostaría lo que fuera a que su cama estaba deshecha y cómoda. Que las sábanas eran de franela y el colchón mullido. Habría un par de libros en la mesilla de noche. Parecía de esas personas a las que no importaba que su perro durmiera con ellas.
Sacó el móvil y la llamó. Salió el buzón de voz.

—Hola —dijo—. Estoy ante tu casa. Lamento mucho lo que ha ocurrido esta noche. — Se interrumpió un momento—. Llámame, ¿de acuerdo?

Y ella no lo había hecho. No. Y tenía la sensación de que no iba a hacerlo.
Era una lástima, porque le gustaba estar con ella. Era una extraña combinación de mujer dura con el corazón de caramelo pegajoso. Fruncía el ceño intensamente, pero llevaba un tanga. Le ponía las esposas en un pispás, pero acariciaba un tulipán. Hacía un placaje capaz de castrar a un toro y tenía la piel suave y sedosa.
Bien. Había terminado el café y era hora de ir a trabajar. Pero antes... encendió el ordenador, miró la página web del periódico local y buscó la noticia de la muerte de Josh Deiner.
No. Todavía no.

Lázaro soltó su lastimero maullido «dame de comer». Harry obedeció. La señora Johnson le había reñido por no ir a desayunar y le había sobornado ofreciéndole un pastel de chocolate que había hecho para él. Consecuencias de ser su favorito.

Recogió las llaves mientras revisaba mentalmente todo lo que debía hacer: limpiar los barriles era buena idea, trabajo duro y que no requería pensar; comprobar las vides con Pru, que estaba preocupada porque había caído nieve más pesada de lo normal y podía haberlas dañado; hablar con su padre sobre la posibilidad de utilizar otra variedad de roble en los barriles.

Pasar por el hospital y quizás atreverse a preguntar a los Deiner. A lo mejor le dirían cómo estaba Josh. Quizá le dejaran ver al muchacho aunque solo fuera un momento.

«Lo dejaste para el final. Era el que más te necesitaba, y lo dejaste para el final.»

Harry salió de casa, sus movimientos eran deliberadamente estudiados. Cerró la puerta y se detuvo un minuto.

«El que más te necesitaba.»

Permaneció allí un rato, intentando olvidar los recuerdos de esa noche. Aspiró el aire fresco y húmedo y respiró hondo. La pesada niebla cubría el lago Torcido, pero allí arriba los pálidos rayos del sol de marzo parecían rebanadas doradas. Un cuervo pio desde un roble y, a continuación, voló hasta un poste de cedro que marcaba el final de una fila de vides.

Respiró otra vez más, más despacio. Allí estaba el muro de piedra que había construido uno de sus antepasados y que Harry mantenía junto al camino.
Abrió la puerta de la pickup, empezó a entrar y se detuvo.
Había una zarigüeya muerta sobre el salpicadero.

TrustWhere stories live. Discover now