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El viaje desde el aeropuerto de Los Ángeles al Rancho de la Luna no era demasiado largo.

Emmaline había planeado llegar al hotel, registrarse lo antes posible y esconderse en la habitación con una botella de vino. Se quedaría dormida viendo la televisión.

Harry se puso a dormitar a los pocos segundos de sentarse en el asiento del copiloto del vehículo de alquiler después de pasar la mano por la capota. Porque ella había alquilado un Mustang descapotable. No iba a aparecer en el Rancho de la Luna en un utilitario cualquiera.

Tomó la 405, hizo caso omiso del conductor que le tocó el claxon e intentó relajarse.

Harry no se movió. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, y su pelo rubio brillaba bajo el sol. Llevaba las gafas de sol puestas. Era como si perteneciera allí, a la tierra de la gente guapa. Faith tenía razón sobre su hermano: era el acompañante perfecto. Al menos lo había sido hasta ese momento.

Alegre, tranquilo, magnífico. Y eso era tanto una sorpresa como una preocupación, porque ella podía verse a sí misma convertida en un pervertido cliché y acostándose con su pareja en la boda para demostrar que no era una solterona reseca y rechazada.

Inglewood. Culver City. Santa Mónica. Aquellos nombres familiares la acompañaron mientras circulaba junto a automóviles que la adelantaban a toda velocidad. Conducir de nuevo por las autopistas de Los Ángeles era todo un choque cultural, y se recreó en los deslumbrantes rayos del sol y el olor que la envolvía.

El día anterior, los trillizos Cabrera, de cinco años, se habían acercado a ella en el parque para jugar con Sargento, y todos acabaron rodando por la nieve recién caída jugando a ser serpientes (idea de Lucía). A continuación, los tres críos se subieron encima de ella como si fuera un pony, y avanzó por la nieve, relinchando para deleite de los niños... y de Sargento.

Solo llevaba veinte minutos en el sur de California y ya echaba de menos Manningsport.

El dorado sol caía a plomo. La temperatura debía rondar los veinte grados, pero allí en la autopista hacía más calor. Tomó el desvío de Santa Mónica y se dirigió hacia la costa del Pacífico.

Su madre le había dicho hacía tiempo que Kevin y Naomi se habían trasladado de nuevo a Malibú. Eso fue antes de que sus padres se mudaran a Stanford para estar más cerca de Ángela.

Era raro imaginar a Kevin viviendo allí. En su mente, él seguía siendo el mismo niño gordito y pálido que había conocido. Sintió un dolor agridulce en el pecho.

Allí estaba el océano, azul, brillante y tranquilo. Las colinas del sur de California formaban un muro por el oeste de la autopista, el Pacífico estaba al otro.

—Esto es precioso —comentó Harry, que se incorporó y se quitó las gafas de sol.

No, para ella no. Em había olvidado lo seco que era. Sí, el mar era hermoso, brillante. Pero el paisaje era de maleza y arena, a menos que hubiera sido ajardinado de una forma artificial. Un exuberante oasis en la aridez. Las casas y los hoteles se dejaban caer sin gracia a lo largo de la autopista y ocultaban las vistas al océano.

Si hubiera tenido mejores recuerdos, quizá lo habría mirado con otros ojos.

Después de todo, Malibú era considerado uno de los lugares más bellos de Estados Unidos.

Cuando llegaron a la ciudad propiamente dicha, Em tenía el corazón acelerado. Pero debía reconocer que las casas que salpicaban las colinas, con jardines llenos de palmeras y arbustos en flor que se agrupaban de forma exuberante, eran bonitas, perfectamente conservadas.

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