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—Mi reino por una hamburguesa —murmuró Colleen.

—Tú lo has dicho, hermana —respondió Em.

El ensayo general de la «cena» consistía en un bufé de verdura cruda.

Las bebidas se limitaban a té verde (frío y caliente), té de menta, leche de soja desnatada, agua y zumo de arándanos, del de verdad que hacía que uno se estriñera. Emmaline tenía dolor de cabeza, seguramente debido a la alarmante falta de cafeína, carbohidratos y helado durante las últimas veinticuatro horas.

Lo primero que haría al llegar a casa, después de dar a Sargento todos los mimos del mundo, sería llevar al cachorro a la Taberna de O'Rourke —porque el animal era, en teoría, un perro policía en fase de entrenamiento— y pedir una fuente grande de nachos y dos hamburguesas gigantes. Una para cada uno.

Le rugió el estómago.

—¿Dónde está Harry? —preguntó Colleen mientras ponía un poco de col en su plato.

—Creo que está durmiendo —respondió Em. Había llamado a su puerta, pero no obtuvo respuesta. Tal vez el jet lag le estaba pasando factura finalmente. O tal vez estaba dando un paseo por la playa. A lo mejor le dolía la espalda después de jugar en la piscina o solo necesitaba descansar un poco.

Esperaba que no fuera... bueno, eso que le pasaba. La mirada perdida que había visto antes en su cara la había matado.

—De nuevo a la mesa de los acólitos de la novia —suspiró Colleen—. Nos vemos después.

Cierto. A Harry y a Em los habían sentado en la mesa con unos ancianos rusos. Unos familiares de Naomi que procedían de Irkursk, si ella no había entendido mal, basándose en el mapa que dibujó en una servilleta el único componente del grupo que hablaba inglés. Una tía abuela estaba llenando su bolso de palitos de pepino. Otro de los ancianos se había dormido y un tercero estaba mirándole las tetas (incluso sin las pechugas de pollo tenían buen aspecto con ese vestido), pero, por lo demás, sus compañeros de mesa se limitaban a hablar entre sí.

Ella les sonreía de vez en cuando para demostrar que era una americana buena. Solo el que le miraba los pechos le devolvió la sonrisa. Le faltaban varios dientes.

Ángela y sus padres estaban sentados con los padres de Kevin; Ángela se había ofrecido gentilmente a sentarse con ella, pero la señora Bates (que antes la adoraba, si a Em no le fallaba la memoria) casi se había puesto como un dragón de Komodo ante la sugerencia. Em aseguró a su hermana que no le importaba estar en Siberia, y lo cierto era que se sentía aliviada de no tener que mantener una conversación.

Kevin y Naomi estaban sentados en una pequeña mesa para dos bajo un foco de luz. Parecían muy enamorados.

—¡Bien, amigos —ladró el DJ—, ha llegado el momento de quemar calorías bailando!

Sí, no quisiera Dios que las diez o doce calorías que tenía la cena pudieran hacer un descanso. Las notas de Black Eyed Peas comenzaron a retumbar en los altavoces.

Em sospechaba que en cualquier momento Kevin y Naomi bailarían su canción especial con una coreografía pensada específicamente para ese instante.

La canción que Kevin y ella iban a bailar en su boda era Unforgettable, de Nat King Cole. Todavía no podía escucharla sin que le diera un pequeño derrame cerebral.

—Naomi y Kevin quieren que todos ustedes tengan esto como recuerdo de la boda — dijo una niña que sostenía una cesta.

«Por favor, Dios, que esté llena de botellas de Jack Daniels.»

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