22-. Pesadillas

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A medida que caigo, el viento azota mi rostro sin parar, haciéndome sentir libre. Como si estuviera volando una vez más sobre los frondosos bosques canadienses.

«Es hora de darle fin a todo esto», pienso, estirando los brazos hacia los lados.

El momento transcurre en una exasperante cámara lenta. Observo la masa de agua que me espera a unos cuantos metros de distancia y cierro los ojos, preparándome para recibir el impacto. De improviso, noto cómo un par de manos me sujetan por la zona de las axilas y nos elevamos hacia el cielo nocturno.

«¿Se tratará de un ángel?» Me pregunto. De ser así, la teoría del cielo sería real y muy probablemente me dirigía hacia él.

No obstante, al abrir los ojos, me doy cuenta de que sigo en la ciudad de Nueva York, y para empeorar las cosas, nos seguimos elevando. Intento librarme de quienquiera que esté impidiéndome lograr mi cometido, haciendo movimientos bruscos y lanzando golpes al azar, pero no funciona en lo absoluto.

«Quédate quieto y colabora, no hagas que me arrepienta de haberte salvado», ordena una voz que no reconozco en el interior de mi cabeza.

«No pedí tu ayuda. Solo suéltame para que pueda terminar con todo», respondo.

«¿Eso quieres? ¿Acabarás con tu vida como un mísero cobarde?» Replica la voz con un dejo de indignación en ella.

«No eres quién para decidir por mí.»

Poso mis manos sobre las de quien me sostiene y trato de quitármelas de encima sin éxito. Aun así, gracias a la fisionomía delicada que tienen, puedo deducir que la persona que me rescató es de sexo femenino.

«Comienzas a hartarme, Jonathan», amenaza.

«¿Y qué harás al respecto? ¿Respetar mi libre albedrío y dejarme caer?»

«En eso te equivocas.»

La masa de agua desaparece de debajo de nosotros, y me doy cuenta de que ahora nos encontramos sobrevolando la ciudad a pocos metros de los techos de los rascacielos.

«Te enseñaré a permanecer en silencio», sentenció mi salvadora.

Sin darme tiempo para replicar, descendemos hasta una terraza totalmente vacía y la chica misteriosa me suelta cuando estamos a unos dos metros de su superficie. Aterrizo de pie y sin tener la más mínima idea de lo que sucede, y entonces siento el impacto de un puñetazo en el abdomen, seguido por una patada frontal en el pecho. Trastabillo con torpeza, buscando la fuente de aquellos ataques, y un tercer impacto me alcanza en la espalda baja.

—Vas a pagar por esto —articulo en voz alta, justo antes de evadir un rodillazo en el costado izquierdo.

Materializo unas enormes llamaradas en las palmas de mis manos, y empiezo a lanzar golpes de manera aleatoria hasta que al fin alcanzo lo que parece ser un hombro.

«Si quieres fuego, lo tendrás», dice mi oponente. En seguida, una enorme flama rojiza pasa rozando mi cabeza y se extingue unos centímetros más atrás de ella.

«¿Qué eres?», pregunto, haciendo lo posible para protegerme de los ataques. Aun así, los movimientos son tan rápidos y exactos que apenas puedo divisar una silueta amorfa deslizándose a mi alrededor.

«No has entrenado tus sentidos», vuelve a decir la voz. «Te has vuelto tan dependiente del fuego y las alas que olvidaste una parte fundamental de ti.»

Mientras aún resuenan sus palabras, todo lo que me rodea se desvanece para ser reemplazado de forma inexplicable por el fondo del mar. Un par de pulpos gigantescos pega sus ventosas sobre mis brazos para impedir que me mueva, y la presión de las profundidades hace que mi cuerpo sufra de una manera inimaginable. Es como si cada uno de mis huesos se estuviera quebrando lentamente.

Trato de gritar, pero mis pulmones se llenan de agua, y el dolor en mi pecho se hace insoportable. Las últimas partículas de oxígeno que quedan en mi interior se acaban, y lleno de desesperación, me preparo para lo peor.

No obstante, esto nunca llega. Los pulpos me sueltan, el mar se evapora, y los alrededores vuelven a ser cambiados, esta vez por una carnicería.

Casi de inmediato, un gancho carnicero atraviesa mi espalda y me eleva a una altura considerable del suelo. Siento cómo mi piel se desgarra lentamente y un charco de sangre se forma debajo de mí.

Justo en ese instante, veo cómo un grupo de aproximadamente seis seres repulsivos cruza la puerta y entra a la estancia. La situación era horrible por sí sola, pero al detallar lo que eran esas cosas, no pude evitar sentir miedo. 

Las criaturas tienen cuerpos humanos masculinos de contextura gruesa, anchas barrigas, una altura superior al metro ochenta y despiden un olor nauseabundo. Sin embargo, eso es irrelevante si se tiene en cuenta que poseen cabezas de cerdo cubiertas de heridas recientes y viejas cicatrices. A algunas les faltan trozos de carne, y otras de plano cuentan con cortadas tan profundas que se puede distinguir el hueso con facilidad.

El que parece ser el líder lleva puesto un aro dorado en la nariz, y luce un viejo corte que recorre su mejilla derecha. Aquel ser deja escapar un sonido extraño —que parece ser la mezcla de un chillido de cerdo con voces guturales—, y tanto él como los demás saltan sobre mí.

Puedo sentir sus manos ásperas sosteniendo mis extremidades, a la vez que el filo de varios cuchillos perfora mi piel sin detenerse.

—¡Basta! —suplico, y uno de ellos corta el último tendón que une mi brazo izquierdo al resto del cuerpo. Aquellas criaturas no solo parecen no entenderme, sino que en cuestión de segundos aumentan la ferocidad de sus ataques. 

Mientras tanto, el líder levanta el brazo amputado del suelo, abre la boca, y empieza a devorarlo sin quitarme la mirada de encima. Lo escucho masticar impasible, al mismo tiempo que mi sangre se escurre entre sus dientes y le resbala por los labios. 

De repente, la hoja de un cuchillo corta mi abdomen de forma horizontal, y segundos después, los cerdos usan sus dedos para expandir la herida y arrancarme las entrañas para comérselas. Sus chillidos me desesperan tanto que creo que estoy a punto de perder la poca cordura que me queda, y siento ganas de vomitar cuando una de las bestias mastica un trozo de intestino lleno de materia fecal, y se embarra la quijada con ella.

—¡Basta! —vuelvo a suplicar.

Por suerte, esta vez alguien se apiada de mí, y aquella escena tan espantosa desaparece por completo. Estoy de vuelta en la terraza de antes, y no tengo ni una sola herida en el cuerpo.

—Lo sabía —por primera vez puedo escuchar la voz de mi salvadora fuera de mi mente—. En el fondo sigues luchando para sobrevivir.

—¿Fue una ilusión? —jadeo.

—Digamos que sí.

En aquel instante, una chica aparece frente a mí. Es alta, esbelta, tiene un par de brillantes ojos verdes, y una larga cabellera negra que termina en un mechón rojo.

—¿Qué eres? —balbuceo.

—Soy igual que tú, una Igmis —sonríe—. Pero puedes llamarme Larissa.

Canción: Once Upon a Nightmare

Banda: Forever Still

JoeyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora