Prefacio

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A diez minutos de finalizar el examen de historia, el alumno Ángel Reyes, de once años, se frotaba las manos de satisfacción por haber respondido todas las preguntas. Pero lo que le daba más satisfacción era su joven maestra de cabello liso y ojos verdes. Aquella voluptuosa mujer, no llegaba ni a los treinta y ya le provocaba un bulto en los pantalones, que no podía librarse tan fácilmente. Una sensación que no lo provocaba ni la chica de sus sueños.  

Ángel sentía las manos entumecidas y temblorosas y, quedó evidenciado, cuando se acomodó su corbata azul marino. A pesar de eso, otra nota sobresaliente le esperaba a la vuelta de la esquina, aunque eso significaba ser marginado otra vez por sus compañeros irresponsables. Por suerte, Tadeo, su único y mejor amigo, había estudiado para el examen: no hubiera querido perder a su confidente por culpa de su responsabilidad e intelectualidad. 

Los últimos asientos del curso eran propiedad de los fanfarrones y procrastinadores como Danilo, que, con doce años, ya había tenido más broncas que un convicto. Una zona bastante peligrosa para alumnos como Ángel, que amaba sentarse adelante para escuchar mejor a su sensual maestra. Danilo y sus dos esbirros, que jugaban con sus lápices hasta pulverizar los grafitos, lo miraban con aire de desprecio. En aquellos rostros y ceños fruncidos, había mucho odio y envidia. 

Ángel evitó mirar, con esos ojos color avellana, los últimos lugares porque sabía de antemano que lo observaban y, esos ojos saltones de Danilo, eran para él dardos que iban directo a su autoestima. Sin querer, sus ojos acabaron en la figura de la alumna más bonita del curso. Mirarla era como entrar al cine sin pagar: un privilegio, según él. Ángel tragó saliva y bajó la cabeza, y sus oídos escucharon una voz reconfortante. 

—¡Los que ya terminaron pueden ir saliendo! —dijo la maestra sin despegar sus ojos de su librejo. 

Ángel recogió sus pertenencias y se levantó dichoso. El ambiente era desolador cuando había examen. La mayoría de los alumnos se mantenían erguidos mirando sus hojas en blanco. El alumno Ángel se acomodó la correa de su mochila al hombro y fue a entregar su examen terminado. Y, cuando estaba por atravesar la puerta de salida, Danilo y sus dos amigos se despegaron de sus asientos. Ángel abrió sus ojos como búho y cerró la puerta de inmediato. 

Mientras se alejaba del aula se volteaba para ver si no salía alguien. Diez pasos después, volvió a mirar atrás: no había nada perverso detrás de él. Así que miró hacia adelante, ya que la puerta de salida del colegio se vislumbraba. Para estar seguro, volvió a mirar por última vez; el pasillo era casi un desierto. Ángel giró la cabeza y ya no vio la puerta, sino a Danilo, de brazos cruzados. 

—¡Buuu! —gritó él y sus amigos soltaron una carcajada que no le agradó escuchar. 

Ángel conservó la calma y miró a Danilo con repugnancia. Sus ojos se dilataron de espanto. 

—¿Te asusté, sabiondo? —dijo Danilo con tono provocador. 

—Déjame pasar, Danilo —respondió Ángel calmádamente. 

—¿Y si no quiero? 

Ángel cerró los ojos, suspiró y, de forma repentina, se escabulló por entre medio de los tres y comenzó a correr con todas sus fuerzas. Danilo y sus esbirros lo siguieron de inmediato, cargando la broma pesada que planeaban ejecutar. Sus planes se malograron y el enojo visceral reinó en sus ojos. 

Ángel atravesó la puerta de salida y, a trompicones, chocó con un padre de familia que iba de entrada. La mayor parte se la llevó Ángel al romper su pantalón. Maltrecho, recogió su mochila y trató de correr otra vez, pero el bravucón y sus amigos lograron alcanzarlo antes de que escapara. Ángel trastabilló por una zancadilla que le propinó Danilo y cayó cerca de unos arbustos, dándose un batacazo en el pavimento. 

Inmediatamente, Ángel recibió una guantada cuando trataba de incorporarse, de modo que volvió a besar el pavimento. Su mochila fue a parar a las manos de los esbirros que comenzaron a husmear y a hurtar sus pertenencias. Danilo lo levantó como a un muñeco de trapo mientras dejaba escapar palabras malsonantes. Ángel lo miró con aversión y deseó hundir su cara, pero no se atrevía. Además, pequeños coágulos de sangre manaban de una de sus mejillas magulladas. 

—¿¡A quién pensabas engañar, eh!? ¡Le miraste las piernas a mi novia! ¡Te voy a sacar la mugre! 

—¿Las piernas? Le vi más que eso... 

—Ahora sí que te pasaste, cabrón —dijo Danilo formando un puño. 

Ángel cerró la boca hasta nuevo aviso. El ambiente se tornó funesto y de combate. Pero, solo unos segundos después, ese silencio desagradable se rompió cuando el timbre se accionó. 

—¡Mierda, te salvó la campana! —Danilo lo tiró al suelo y se esfumó junto a sus amigos. 

Ángel se levantó desaliñado, sucio y lastimado. Recogió su mochila abierta y sintió que tenía basuritas en los dos ojos.

Endemoniado ©️Where stories live. Discover now