Capítulo 14 - Ya nos vimos

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En el recreo, Ángela y Priscila fueron las primeras en llegar a la tienda de comestibles: el kiosco donde los alumnos eran felices. La comida era descomunal para el tamaño de sus estómagos. Aunque con la hambre que llevaba Ángela, haría falta otro kiosco para poner a su estómago contento. Priscila no iba a dejar que eso pasara. 

Ángela pidió una hamburguesa más grande que su mano. Además, unas patatas fritas y una gaseosa no dietética y comercial. Y, si alcanzaba el tiempo de recreo, contraatacaría de nuevo con más comida y, de paso, mandaría al carajo a los triglicéridos. En cambio, su amiga se conformó con un helado de vainilla y unas golosinas. 

—¡Oye, qué hambre tienes! —dijo Priscila. 

—Sí... Es que no desayuné bien. 

—Ah, ya veo. Cuidado que yo no tengo buen sabor también... —Priscila soltó una carcajada. 

—Ja, ja... Yo solo comería tu... —Ángela se interrumpió dándole un mordisco a su comida. 

—¿El qué...? —preguntó Priscila restándole poco a poco importancia. 

—Ah, nada, nada... A veces digo bobadas dignas de un chico malo. 

El timbre sonó y Ángela se quedó con las ganas de comer una salchicha con mostaza. Era hora de retornar a las clases soporíferas. Antes, debían subir las escaleras: algo sencillo, según Ángela. Pero al subir y ver a su amiga cubrir su falda sintió que debía hacer lo mismo. Pero ya era demasiado tarde porque Tadeo ya conocía la ropa interior que llevaba y, con el viento, hasta conocía la marca del calzón que usaba. 

—¡Odio subir las escaleras! —dijo Priscila acomodando su falda. 

—Ah... Si, yo también —replicó Ángela y miró hacia abajo. 

Ángela le regañó un ceño fruncido a Tadeo y cubrió su falda. Tadeo se cubrió los ojos y subió minutos después. 

Las horas se convertían en minutos y Ángela apenas había aprendido algo en las pocas horas de aprendizaje con los profesores: las explicaciones fácilmente podrían venir acompañadas de la estridulación de los grillos. Aunque el nombre "Ángela" se escuchaba más en el curso que el nombre de un candidato para alcalde. 

El timbre se había convertido en un sonido muy agradable para sus oídos: era como escuchar el coro de una canción. Aunque lo malo de salir de clases era el retorno. Si llegaba sin una pizca de cansancio iba a hacer un milagro y un aliciente. 

—Oye, Ángela... No sé, pero Roberto, el chico de atrás, te miraba mucho. Creo que le gustas. 

—¿¡Qué cosa!? 

—Lo averiguarás mañana. Nos vemos, amiga. 

—Sí. Chau. 

A solo una cuadra de casa, Ángela comenzó a buscar la piedra por si su padre estaba en casa. Pero lo que terminó encontrando fue a Sofía, que batallaba con la puerta para abrirla. Al poco rato, Sofía volteó y cruzó miradas con ella, que a poco estuvo de desviar la mirada. Pero sus ojos eran suaves imanes que la llamaban y, al mismo tiempo, se despedían. Al rato, Sofía ingresó a su casa y dejó a Ángela viendo su puerta. 

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