25. Mejor que antes

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Abro los ojos y, casi al mismo tiempo, el corazón empieza a latirme desenfrenado. Es hoy. Hoy es catorce de febrero, y sé que está todo el plan listo para enseñarle la canción a Amaia en el estudio de Manu. Ella tiene una reunión por la tarde con Lorenzo, que se vuelve ya a Madrid. ¿Podría haber salido la jugada más perfecta?

Amaia se revuelve en sueños y, por el ritmo de su respiración, comprendo que ya se ha despertado, pero aún tarda un rato en darse la vuelta para saludarme, como cada mañana. Y la entiendo. Aún sigue un poco disgustada conmigo y, aunque no me lo ha dicho, sé que es porque, desde que le pedí compartir nuestro secreto, estoy pasando demasiado tiempo con Manu y, quizás inconscientemente, se siente un poco desplazada.

Pero si lo estoy haciendo por ti, cuquita. ¿Sabes siquiera qué día es hoy?

Por fin, lanza un suspiro y se vuelve, para encontrarse con mi atenta mirada, que la espera con ansia. Me da un tierno beso de buenos días.

-Hoy vas al estudio de Manu, ¿no? –me pregunta, para cerciorarse.

Asiento con la cabeza, aunque al tenerla apoyada en la almohada, este movimiento se me hace un poco más complicado. Pero Amaia me entiende de todas formas.

-Bien –añade, sin decir nada más.

Y es que no puede decirlo: Manu se ha comprometido a recogerme de la rehabilitación y llevarme a su estudio, para después traerme a casa. Aunque claro, esta última parte es solo la tapadera. En realidad, la idea es avisar a Amaia para que sea ella la que venga a recogerme al estudio al final. Y no creo que se oponga, porque mi madre lleva pachucha con una especie de gripe casi toda la semana, así que se sentirá en la obligación.

Eres tan cuqui, Amaia, que es demasiado fácil imaginarse cómo vas a reaccionar...

Llega la asistenta a asearme y vestirme. Después desayuno un poco y bajo con Amaia a esperar al taxi que me llevará a la rehabilitación, tras lo cual ella se va al metro para llegar a tiempo al estudio de grabación, donde aún le quedan algunos retoques al single.

Hoy en la rehabilitación, sin embargo, estoy tan nervioso por lo que va a pasar que no soy capaz de concentrarme, y las sesiones son más bien desastrosas. José Luis suspira al final de varios intentos, y yo le miro un poco compungido. Él, al darse cuenta de mi mirada, no puede evitar reírse.

-Bueno, llevas razón, Alfred. Hoy no estás en lo que tienes que estar. Pero, por una vez, me alegro, porque no se debe al decaimiento, sino al hecho de que ahora venga Manu Guix a recogerte, ¿no? ¡Ya me contarás qué tal! Por lo alterado que estás, me imagino que debe ser algo importante... -me reconoce al fin.

Cada vez me sorprende menos lo perspicaz que es este hombre. Decide que el resto de la sesión solo me va a poner algo de música mientras movemos la mandíbula en las distintas posiciones que me permitan, eventualmente, emitir los sonidos correctos. Y, desde que dije la A, solo me pone canciones de Amaia. Creo que, sin que yo haya tenido que decirle nada, ha entendido la estrecha implicación entre ella y mis intentos por hablar. Y eso también se lo agradezco de corazón.

Pero hoy no puedo evitar sentirme exultante cuando acaba la rehabilitación y me encuentro con Manu. Vamos en un taxi adaptado a su estudio y, al llegar, no hace falta que le diga nada: sabe que lo primero que quiero es escuchar cómo ha quedado la canción definitiva.

Durante esos minutos, todo a mi alrededor pierde consistencia, realismo, importancia. Escuchar las notas, la letra, la melodía que llevaba tanto tiempo en mi interior, como algo tangible en este mundo, no tiene sino el efecto contrario: me lleva de vuelta a él. A mi maravillosa realidad sin límites, ni cadenas, ni losas. Y se me llenan los ojos de lágrimas, porque el escucharlo fuera de mí me demuestra que necesito ambos mundos y, aunque me cueste, también puedo estar en ambos mundos. Y debo hacerlo. Por ella, por Amaia.

El camino a casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora