18- ¡Tierra a la vista!

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*Narra Evelyn*

A medida que nos acercamos, está más al alcance de mi vista. Los acantilados de la isla vampírica están azotados por el oleaje de un mar embravecido. La isla, cubierta de nubes grises y niebla, tiene un aspecto sombrío.

Dejamos el barco al pie de un acantilado.

Lizz indica el camino. Nos lleva por un bosque de tenebrosos árboles hasta llegar frente a una pequeña y vieja casa hecha de madera. Ella entra, pidiéndonos un momento. La casucha no parece estar habitada. Lizz sale cargando unas telas en sus brazos. Se detiene al salir por la puerta y mira hacia atrás. La oscuridad de la casa le devuelve la mirada.

—Lo construí con mi hermana poco antes de escapar de la isla. Se ha conservado bastante bien —piensa en voz alta—. Tomad. Son unas capas que utilizaba mi hermana y yo, servirán para ocultar vuestro olor.

Deslizo los brazos dentro de la tela. Es suave y elegante, no parece haberse construido con materiales baratos.

—Estudié el hechizo de invisibilidad —recuerdo, poniéndome la capucha—. Puedo intentar aplicarlo.

Cierro los ojos y pronuncio las palabras mágicas. Espero un momento. Abro un ojo; sigo viéndolos, así que lo vuelvo a cerrar y pronuncio las palabras una vez más.

—Está bien, Evelyn —dice Arturo—. Nos las apañaremos.

Entiendo que tenga prisa en llegar a sus padres, así que asiento, desanimada. Esperaba servir de ayuda. Seguimos caminando un trecho y escucho el sonido del agua.

—¡Un río! —señala Kaiser—. Me moría de sed.

—Bienvenido a mi mundo —dice Lizz—. No os recomiendo beber esas aguas directamente.

—Tengo una idea —exclamo.

Consigo levitar una bola de agua y hervirlo con calor. A continuación, lo divido en pequeñas bolas y los agito de arriba abajo para que se enfríen. Se lo ofrezco a los demás.

—Sigue quemando, pero he hecho lo posible para reducir la temperatura.

—Te hemos visto —ríe Connor.

—No me importaría morir bebiendo esto —bromea Diego acercando los morros a la bola de agua.

Tras saciar nuestra sed como peces pegados a una pared de cristal, Lizz nos lleva por el pueblo. Los vampiros tienen la tez pálida y el iris de los ojos rojos, como Lizz. No parecen darse cuenta de nuestra presencia; me relajo un poco.

—Cruzando esta calle llegaremos antes al castillo —dice ella—. Encontraréis vuestras respuestas en las mazmorras.

Kaiser la mira, desconfiado.

—¿Qué hay allí? —pregunto.

—Esclavos.

Al atravesar el pueblo, pasamos por un ancho puente sobre un río de aguas turbulentas. Dejamos atrás un claro de plantas muertas y subimos por un terreno elevado, para finalmente dar con el castillo. Nos encontramos ante la descomunal muralla de piedra que lo rodea.

—Imagino que hay guardias al otro lado —adivina Diego.

—No los hay, en tiempos de paz esto está desierto —contesta Lizz.

—¿No piensan en los extranjeros? Como nosotros.

—La Isla Vampírica solo pueden encontrarlo los vampiros y algunos magos. Los vampiros son bienvenidos, y es raro ver magos por aquí. Así que no hay seguridad, porque no hay peligro. Aunque el muro esté hecho a prueba de hombres lobo, será mejor que lo escalemos, en vez de entrar por la puerta principal.

—¿Por qué la necesidad de hacerlo a prueba de hombres lobo? Has dicho que es una isla accesible únicamente para vampiros —observa Arturo.

—Su función no es la que piensas... A diferencia de otras murallas, esta no está hecha para impedir entrar a los lobos, sino para evitar que salgan de ella. Hay hombres lobos en las cárceles subterráneas; como ya os he dicho antes, trabajan como esclavos.

—Entonces no habrá problema en escalarlo para entrar —dice Kaiser, interrumpiendo el silencio—. El problema aparecerá cuando queramos salir de él.

Lizz lo sobrevuela. Los chicos lo escalan con sencillez, colocando sus manos y pies entre los huecos de las piedras. Intento seguirles el ritmo. Arturo avanza a mi lado.

Al llegar arriba, vemos que la pared interior del muro no presenta huecos. No me supone un problema bajar, repito el proceso que hice bajando por mi ventana, con sigilo. Los chicos, en cambio, saltan y aterrizan con un estruendo.

—¿Quién anda ahí? —pregunta un vampiro, asomando la cabeza por una de las puertas traseras. Lleva puesto un uniforme.

—Oh. Habrán cambiado las normas durante mi estancia fuera —se disculpa Lizz.

El guardia se aleja de la puerta y camina hacia aquí, con la mirada por encima de la muralla.

Se detiene a pocos pasos de nosotros. Connor agita una mano frente la cara del guardia, pero este grita una vez más si hay alguien. Hace un chasquido con la lengua y se marcha.

—El hechizo de la invisibilidad.

Seguimos al guardia y nos adentramos al castillo. El interior es elegante, las paredes están tapizadas y el suelo está hecho de una piedra lisa y oscura. Cruzamos pasillos. Un vampiro de mi altura y doble de mi anchura corre hacia nuestra dirección con un cuenco de cristal entre las manos. Contiene un líquido rojo.

—Ese es uno de los cocineros reales. Será mejor que nos alejemos de él porque, aunque tenga un oído torpe, su olfato no le falla.

Lizz no solo conoce el castillo, sino también las personas que trabajan en ella. Quiero preguntarle si alguna vez trabajó aquí, pero, antes de formular cualquier palabra, el cocinero tropieza y su cuenco sale despedido hacia nosotros; cae delante nuestra, rompiéndose en pedazos. El líquido nos ha bañado.

El cocinero grita, despavorido. Somos invisibles, pero no somos intangibles; puede ver la sangre que nos cubre. Se frota los ojos.

—¿A-alteza? —dice el cocinero—. ¡Alteza!

—Ah, mierda... —dice Lizz.

Los chicos y yo nos miramos, sorprendidos. Deshago el hechizo.

—¡Ha vuelto! ¡El rey se alegrará mucho de verla! Parece que ha rejuvenecido algunos años. Oh, siento muchísimo mi descuido, ¡sigo tan patoso!

—¿Lizz...? ¿Nos explicas? —dice Connor.



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La chica del cabello de fuegoWhere stories live. Discover now