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Toono se encontraba en casa.

Desde hace casi una semana, había comenzado a convivir con Yacchan en la misma habitación. Las reparaciones de las tuberías en los dormitorios de Toono todavía requerían mayor tiempo, pues el desperfecto también imposibilitó la opción de utilizar la cocina, la lavadora y la realización de otros quehaceres matutinos.

—¿Trajiste los ingredientes que faltaban?

Yacchan apareció con un mandil en mano y una toalla sobre los hombros. Acaba de tomar una ducha. Toono asintió y llevó las compras sobre el mostrador de la cocina. Juntó los insumos que prepararía y guardó el resto en la refrigeradora.

—¿Estás seguro de que no deseas ayuda? Podría cortar los vegetales para la sopa y para el guiso dulce —ofreció Yacchan.

—Descuida. Es lo menos que puedo hacer aquí. No cocino tan bien como mi mamá, pero creo que lo que preparo no es un asco. No del todo —bromeó, y sacó una olla de la repisa superior.

—Si no muero envenenado, será una buena señal.

Toono fingió resentirse y le dio un juguetón codazo en las costillas.

Mientras que Toono picaba la cebolla y distribuía su tiempo para cada proceso, Yacchan quedó recostado sobre el marco de la puerta y lo observó en silencio. Lo había vuelto a hacer sin pensarlo.

Durante los primeros meses de conocer a Toono, jamás había notado que tendía a morderse el labio inferior cuando estaba concentrado en algo que le gustaba. Si era un trabajo aburrido, fruncía ceño. Pero cada tarde que pasaban juntos, y ahora que lo tenía en casa, esos detalles se hacían más notorios.

Si a Toono no le gustaba algo, viraba los ojos disimuladamente y suspiraba; si le encantaba lo que veía, se exaltaba y daba pequeños brincos; y si mentía o dudaba, se picaba el lóbulo de la oreja derecha.

Además, el cambio en su amistad fue abismal. Yacchan se limitó a llamarlo «idiota» o «imbécil». Se mordía la lengua cada vez que la palabra estaba a punto de salir disparada. Lo trataba de «tonto» o algo entre las líneas de «eres demasiado ingenuo como para entenderlo». Y, en el caso de Toono, el contacto físico no parecía desagradarle del todo cuando se trataba de Yacchan.

Una vez permitió que Yacchan muerda su pan relleno de frejol rojo. Toono se alteró al pensar que fue un beso indirecto, y se recordó a sí mismo que Yacchan era un hombre. Un hombre igual que Kashima. Pero a la vez, en un rincón de su cabeza, ello era tan insignificante. Pese a lo rudo que podía ser Yacchan, su perfil seguía manteniéndose dulce cuando sonreía con hosquedad.

Era extraño, a su parecer.

Kashima lo había besado, se le había insinuado y pretendió confesarse. Sin embargo, su reacción fue de histeria total. Aquellos sucesos lo habían dejado tan sorprendido, pues el tacto no era suave como los de una chica. Sus labios no eran gruesos, su piel tampoco era sedosa, y el serpentear de sus brazos lo hacían sentir protegido.

La sensación de estar con Kashima no era insoportable, mas probaba ser errónea. Era un hombre después de todo. Era incorrecto fijarse en él de esa forma.

Si pensaba en Yacchan, su imaginación tomaba vuelo. Era un hombre. Pero no importaba. No era incorrecto fijarse en él, tampoco permitir que ese calor lo invada cada vez que charlaban en el salón, o sentía las ganas de mandarle un mensaje durante el taller de fotografía: su manera preferida de olvidarse de las manías de los demás miembros y los gemidos de ninfómanas que salían de la habitación.

Toono había visto el porte de Yacchan en distintas situaciones; escuchó los variados tonos de voz y lo divertido que podía ser cuando lo fastidiaba; cada contorno de su cuerpo y cómo flexionaba sus músculos para calentarse antes de ir a correr por las mañanas. Su intención jamás fue verle los muslos o las pantorrillas, pero sus ojos siempre terminaban vagando por esas zonas.

«Las tiene tan firmes», había pensado y se había cubierto la boca de la vergüenza.

—¿En qué andas pensando? —espetó Yacchan, y se acercó a Toono por la espalda.

Absorto en sus pensamientos, Toono se había cortado el dedo al pelar el tomate. Yacchan lo guío al lavadero y lavaron la herida. Toono intentó liberarse de su agarre y pretendió darse un espacio entre ambos.

—Yo puedo hacerlo —le aseguró, y se enrolló el dedo con un pedazo de papel.

—Y distraerte también —amonestó Yacchan, volviéndolo a agarrar del brazo—. Tengo una caja de banditas en el baño. Anda toma una. Yo terminaré de cocinar.

—Sólo es un corte —refunfuñó Toono.

—Se puede infectar.

—No es un corte profundo.

Yacchan bufó.

—¿Desde cuándo eres tan terco? —sonrió Yacchan.

—¿Desde cuándo te preocupas tanto? —contratacó Toono con picardía.

Yacchan levantó el índice y lo bajó.

—T-tú ganas por esta vez —replicó nervudo en un susurro, ruborizándose.

La cena la tuvieron cerca de la ventana. Yacchan había bajado la intensidad de las luces y esperaron por la pequeña lluvia de estrellas que pasarían en esta estación. Antes de iniciar con la merienda, para su suerte, comenzaron su recorrido. Y mientras Yacchan las admiraba con complacencia, Toono viró hacia él.

Definitivamente no importaba si Yacchan era un hombre.

Él era como una estrella en su firmamento.

REPELÚSWhere stories live. Discover now