Capítulo 1

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El repetitivo sonido lo hizo sobresaltar de tal manera que terminó por rodar de la cama en medio de una maraña de cobijas.

—Rayos —murmuró, somnoliento, tratando de encontrar el maldito aparato antes de...

El llanto inició y no pudo evitar suspirar al desenredarse y tomar su celular —con pantalla estrellada—, del buró a su lado. Silenció la alarma que olvidó quitar el día anterior y se asomó a la pequeña cuna a su derecha.

Una bebé con apenas algo de cabello castaño, gritaba en medio de lágrimas mientras lo veía como si fuera el peor de los traidores por interrumpir su descanso. Sayuri despertó gracias al estruendoso sonido; tras un leve suspiro, tomó con mucho cuidado a la pequeña de casi nueve meses en brazos.

—Ya, ya, está bien —dijo entre bostezos buscando la mamila que, con seguridad, ya estaba fría.

Se movió de un pie a otro en un aparente vaivén para imitar esos columpios que tanto le gustaban a su pequeña, mientras trataba de encontrar la mamila de flores. Cuando finalmente la levantó, frunció el ceño al notar que estaba vacía. Exhaló con fuerza antes de pegar a la pequeña a su pecho.

—Debo hacer más, espera —susurró poniendo a la bebé en la cama y rodeándola de almohadas para que no cayera.

Un acto que su hija no recibió muy bien, pues el llanto aumentó de manera escandalosa.

—Voy, espera —insistió al salir a tropezones de la recámara para llegar a la diminuta cocina donde sirvió el agua hervida y puso las medidas necesarias de fórmula en la mamila rosa y floreada.

La agitó hasta deshacer el polvo y finalmente la puso en el calentador que su prima le regaló meses atrás. Sayuri aumentó el llanto y él bostezó antes de pasar una mano por su cabello castaño alborotándolo aún más de lo que ya estaba.

Cuando escuchó la campanita del calentador, tomó con cuidado la botella y revisó la temperatura en su muñeca mientras caminaba de regreso a la habitación.

—Ya vine, ya está —dijo acomodando a la pequeña sobre el colchón anti-reflujo que tenía en su cama y orillando a la bebé hasta la pared.

Con una mano le dio la mamila que ella gustosamente aceptó, mientras que con la otra, revisó que su pañal no estuviera lleno. Todo parpadeando en exageración, pues los ojos le picaban ante la falta de descanso.

Su hija empezaba a ser autosuficiente; lograba sostener el biberón y él solo tenía que acomodar su cobija de tal manera que ésta se inclinara hacia adelante.

Puso un almohadón largo en la pared y acomodó a su nena de lado. Ella lo vió con interés a través de esos ojos ambarinos que le heredó. Se recostó a su lado y esperó a que su hija saciara su hambre. Poco a poco, la pequeña de cabello castaño claro fue cerrando los ojos hasta regresar a ese profundo sueño que agradecía la invadiera por las noches.

Le removió la mamila con cuidado y luego la colocó en el buró donde dejó el celular. Bostezó de manera audible poniendo un brazo sobre sus ojos.

Estaba realmente agotado.

Tomó su teléfono y parpadeó varias veces cuando el brillo lo deslumbró. Eran las cuatro de la mañana, en dos horas debía levantarse para empezar su rutina:

Estudiar, trabajar, cuidar a su hija y no morir en el intento. Fácil, ¿no?

Suspiró al poner el aparato en su pecho y bostezó una vez más. Lo que daría por dormir seis horas seguidas sin parar.

Se giró de lado dejando que el celular cayera a la cama. Observó a ese pequeño ser que a veces le costaba identificar como suyo y sonrió, a pesar de todo, al acariciar la cabeza castaña con suma ternura.

—Estamos bien, Sayuri —murmuró antes de cerrar los ojos para tratar de descansar esas dos horas restantes—. Estamos bien.

 Estamos bien

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Ella, tú y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora