XVII. The soul of the rose

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- Sí.

Pero espera.

He imaginado esta escena tantas, pero tantas veces que a veces me parece un recuerdo más.

Que podría haber pasado perfectamente el día que fuimos al concierto de Crowstorm.

O cuando salí a buscarlo en el gimnasio después de verlo machacar el saco de boxeo.

Podría haberme hecho callar con un beso todas las veces que, según él, hablo más de la cuenta.

Con una comida improvisada en medio. Cuando me trajo un regalo a mi habitación.

En la playa. En la residencia. En el pasillo. En un bar.

Yo, que iba a poner distancia.

Yo, que he acabado sumamente harta tantas veces.

Yo, que iba dejar que todo fluyese.

Se llevó consigo tantas primeras veces... y volvió con otras tantas oportunidades.

Hasta aquí, esta noche.

Ahora, él completamente indefenso.

¿Estará alguna vez satisfecho con lo que puedo ofrecer?

¿Lo estaré yo con lo que él ha de darme?

No lo sé y, por ende, él tampoco.

Se supone que esa es la gracia, ¿no?

- Sí.

Lo repito otra vez por si no me ha oído la primera.

Y recuerdo que una vez me dijo que cuando estuviera segura, cuando realmente quisiera, hablaría por mí misma.

Tenía razón.

Cómo odio que la tenga...

No obstante, en el momento en que lo noto acercarse se me pasa.

Adiós al rencor, adiós al miedo.

Nuestras bocas se rozan primero.

Apenas la caricia del pétalo de una flor, cuando te la acercas a la nariz para olerla y sin querer te roba un beso.

Y nos miramos sin atrevernos a seguir.

Debido a ese toque, esa caricia tan suave -prácticamente insignificante- soy consciente de muchas cosas.

"Todo sigue igual, tal y como lo dejaste" me gustaría decirle.

Todo sigue igual, y aun así ha cambiado.

Ha perdido color.

Nuestro primer beso me retrotrae a la biblioteca del instituto, el olor del papel, el tacto de la madera de las estanterías, testigo seguro de otros tantos encuentros como el de aquel día. Ahora es la luna la que nos observa, un manto de estrellas, no somos críos que juegan a besarse a escondidas, sino adultos que mutuamente se lamen las heridas.

Como cuando recorro el contorno de su boca con la legua, y él deja escapar un suspiro entre los dientes. 

O en el momento en el que me besa, me exige y me muerde el labio inferior con el ceño fruncido por delante, no sé si porque intenta contenerse, porque está enfadado o porque realmente no quiere que la cosa termine como tiene toda la pinta que va a terminar.

- Vamos a mi habitación, Yeleen no está.

- ¿Estás segura?

- Sí.

Por tercera vez esta noche, sí.


* * * * * *


Sigo el mismo patrón que siempre: Cerrar la puerta, esperar a que ella eche la llave, desnudarnos deprisa, llegar a la cama.

Pero espera.

No voy a mentir si digo que he imaginado esta escena unas cuantas veces, quizá tantas que más bien parece un recuerdo.

No obstante, la realidad es muy distinta.

Cuando busca las llaves no consiente en soltarme la mano, como si fuera una especie de garfio pirata que va a impedir que me vaya con Peter Pan para no crecer nunca más.

Cuando cierra la puerta a su espalda no se abalanza con desesperación a mis brazos, simplemente me mira, alumbrado por la luz que se cuela por la ventana

No sé lo que ve.

¿A un engreído que finalmente ha conseguido colarse entre sus sábanas?

¿A un niño que se avergonzaba por los moratones en sus brazos?

¿O más bien a un cobarde hundido en el fango hasta el cuello que no quiere estar solo?

Se pone de puntillas y me besa la frente. Besos ligeros, como las alas de un hada sobre mi cara, la nariz, ambas mejillas y las comisuras de la boca. Roces de sus labios en el lóbulo de las orejas, la mandíbula y el principio del cuello.

Ella sabe que hay una zona en la nuca en la que no puedo soportar las cosquillas, sabe donde colocar las manos para que pueda sentirla cerca o cuantos grados girar la cabeza para que nuestro beso tenga la armonía perfecta.

Deberíamos haber pasado a la tercera etapa, en la que empieza a sobrar la ropa, pero sólo nos estamos abrazando, escuchando la respiración ajena y dejando los ojos cerrados.

Bien es verdad que llegamos a la cama y ella empieza a quitarse la ropa.

- MC, no creo que...

Quién lo iba a decir, yo, el de las bromas y chistes verdes, el que ha lanzado indirectas como dardos... ahora asustado al ver la iniciativa de una chica.

Bueno, también es verdad que esta chica no es, precisamente, cualquiera.

Se vuelve hacia mí en sujetador. Trago saliva.

- Me estoy poniendo el pijama, señor exdelegado – se acerca a mí y noto las cumbres de sus pechos rozándome. – si piensas que con un par de besos es suficiente vas muy desencaminado.

- ¿Entonces?

Estoy tan descolocado que no tengo palabras ni para vacilarle.

Termina de cambiarse y se mete en la cama.

- ¿Vienes o qué?

- No tengo pijama.

- Como si eso importara, venga.

Me quito la chaqueta primero. Después me siento en la cama para desatarme los zapatos y quitarme los calcetines.

No sé qué esperar.

Ella sólo me mira con una mezcla entre impaciencia y ternura.

Me meto en su cama.

- Buenas noches, Romeo.

Toma una de mis manos y me besa el dorso.

Se da la vuelta y apaga la luz.

Y por un momento pienso que realmente va a ponerse a roncar como si nada.

Qué idiota.

Me roba una sonrisa que escondo en su nuca cuando me acerco y la abrazo por detrás.

Supongo que muchas veces ni nosotros mismos sabemos lo que necesitamos.

Un poco de sal para acentuar el sabor de un dulce.

- Gracias, MC

Aprieta mis manos en torno a su cintura.

- No hay de qué.

Cuando uno pasa por un mal momento se suelen decir cosas como "mañana será otro día" o "necesitas descansar, por la mañana te sentirás mejor". 

Ojalá alguien me asegurase que va a ser así, no que la culpabilidad y el autodesprecio decidan hacer, cómo no, su estelar aparición.

Rewrite [Nathaniel, Corazón de melón]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora