XXXI. Orfeo y Eurídice

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En la mitología clásica podemos encontrar toda una serie de mitos que se refieren a amores trágico (sí, vamos a dejar de lado a Romeo y Julieta, que parece que últimamente están monopolizando mi vida). Orfeo y Eurídice es un perfecto ejemplo de lo que me encuentro cuando llego a casa con la cena entre los brazos: maletas por doquier y un chico de piedra que se ha derrumbado en el suelo.

Según esta historia, Orfeo bajó al inframundo a devolver la vida a su amada Eurídice. Perséfone y Hades, gobernantes de tal lugar le dejaron llevársela, no obstante, tenían que andar en fila, él delante y ella detrás, sin poder volverse en ningún momento hasta que los rayos del sol la bañaran por completo. Pasaron por innumerables caminos, junto a demonios y otras criaturas y Orfeo pudo aguantar sin problema. Si bien, cuando estaban a punto de salir y preso de la impaciencia, Orfeo se dio la vuelta, para encontrarse a Eurídice sana y salva pero todavía cobijada por la oscuridad del inframundo, desapareciendo así ante sus ojos. 

Veo tantas similitudes. El ejercicio de confianza ciega, los peligros inminentes a cada paso, el sortear todos y cada uno de ellos para que, finalmente, la ilusión, la poca paciencia, me juegue esta mala pasada y él esté a punto de desaparecer ante mis ojos.

- ¿Qué significa todo esto?

- Lo siento...

Se le quiebra la voz, y yo juro que sería capaz de cruzarle la cara o hacer cualquier cosa si supiera que fuera a servir de algo y que no se está recuperando de una paliza.

- ¿Te vas?

- Sí... o eso intentaba.

Dejo la comida sobre la mesa y espero que siga hablando. 

Estoy tan sorprendida que no soy capaz de moverme. No siento pena, ni desilusión, sólo un creciente fuego por dentro que me invita, además, a quedarme quieta en el sitio.

- Me han amenazado, MC. Saben lo de la policía y están más que decididos a tomar cartas en el asunto. Me han enviado al teléfono fotos de mi hermana, tuyas incluso. No puedo dejar que lleven a cabo sus amenazas, por eso lo mejor es que desapareciera durante un tiempo.

- Así, ¿sin decir nada? ¿Sin siquiera avisar a tu hermana?

- Cuanto menos supierais mejor. 

- ¡No me jodas, Nathaniel! - En dos grandes zancadas aparto las bolsas de una patada y me acerco a él. - ¿Por qué tienes que ser así? ¿Por qué no eres capaz de compartir el peso que llevas sobre los hombros?

- Porque este es únicamente mi problema.

- Siempre estás con lo mismo.

- Porque es así, MC.

- ¡Basta! - Lo agarró de los hombros y lo obligo a mirarme. - ¿Cuándo vas a entender que es mucho peor dejarnos aparte que involucrarnos? ¡Queremos ayudarte!

- No hago otra cosa que poneros en peligro a todos, ¿por qué no he sido capaz de irme antes? Os hubiera ahorrado tanto.

- Eres imposible.

- Lo sé.

Se levanta de la cama y se va al baño. Por el camino deja caer la chaqueta y se quita la camiseta antes de entrar y entrecerrar la puerta tras de sí.

Ahora sí que estoy furiosa. 

- ¡Gilipollas! - doy una nueva patada a la maleta y paso a pagarlo con los cojines de la cama, un puñetazo tras otro. - ¡Estúpido intento de detective! ¡Caballerete de mierda!

Las lágrimas se escapan en una carrera por mis mejillas, acompasadas con el ruido de la ducha. 

Se supone que estas son nuestras últimas horas juntos y yo estoy desquitándome con una almohada que no tiene la culpa de nada. 

El grifo sigue encendido y yo abro del todo la puerta del baño.

Me quito la ropa y muevo la mampara de la ducha para que el agua empiece a mojarme a mí también.

Él gira la cabeza para encontrarse con mi cuerpo. Tiene los ojos irritados y ligeramente hinchados.

- ¿MC? ¿Qué...? 

Sin darle tiempo a responder, lo abrazo por la espalda, hundiendo la cara entre sus homóplatos. Sus manos buscan las mías y entrelazamos los dedos sobre su pecho.

- No te merezco, no merezco esto.

- Lo sé, pero tienes demasiada suerte.

- Soy perfectamente consciente de ello.

Se da la vuelta entre mis brazos y busca mi boca para besarme lentamente. 

El agua parece templar nuestros cuerpos, y el vapor se convierte en pequeñas gotas sobre la piel del otro, que deshacemos con caricias, con toques de la lengua y bocados de despedida. 

Si a esto saben los adioses no quiero volver a tener que probarlos. 

Noto en la espalda el tacto frío de las baldosas de la pared, pero al otro lado está su cuerpo, tan caliente que enseguida hace que yo misma entre en calor. Cuando sus manos me agarran las piernas para levantarme, noto su erección más que nunca.

Me muerdo el labio y él escapa un segundo de mi lado, para volver con un condón que le ayudo a colocar para retomar donde lo hemos dejado.

Ahora sí, me levanta en vilo y yo me acomodo sobre su pelvis, lo guio lo mejor que puedo en mi posición y él empieza a moverse despacio a la par que ataca mi cuello, como si quisiera dejar una marca o un recuerdo.

Hemos encontrado nuestro propio ritmo en una canción improvisada. Dos acróbatas que se apoyan el uno en el otro, que intentan reescribir lo que está escrito como si las caricias fueran gomas de borrar, o las heridas desaparecieran a golpe de típex.

No quiero que esto termine nunca.

Ojalá no lo haga.

Pero todo placer tiene una cumbre, y esta no tarda en llegar en pleno abrazo bajo el agua.

Nos secamos mutuamente, nos hablamos sin palabras.

Sería tan fácil decir que esto no es un adiós, sino un hasta luego.

Sería tan fácil volver a empezar después de tanto tiempo.

Nos acostamos abrazos.

Y no quiero darme la vuelta.

Porque, como cuenta la mitología, quizá si lo busco entre las sábanas, no lo vuelva a encontrar más.

Rewrite [Nathaniel, Corazón de melón]Where stories live. Discover now