23. Pretérito

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Preswen

—¡Deja de hacerte la víctima! —grito lista para golpearlo.

Brazos se enroscan alrededor de mi cintura y Xian me levanta sobre mis pies y me arrastra lejos.

—¿Qué crees que estás haciendo? —gruñe en mi oído, con su pecho aún pegado a mi espalda.

—Sé identificar a las locas desquiciadas cuando me las encuentro —asegura el anciano, mejor conocido como mi nuevo y desconocido némesis—, no es la primera y tampoco será la última si los hombres como tú siguen procreando con chifladas irresponsables como esta. —Señala al pelirrojo y luego al motel.

Xian me deja en el suelo y le sostiene la mirada. Por un momento creo que me defenderá.

—Mis disculpas por lo que sea que haya hecho —dice más respetuoso de lo que sonó jamás, antes de lanzarme una mirada de reproche—. Pídele perdón al pobre tipo, vamos.

—¿Quieres que te envuelva mi dignidad en un moño también? —espeto incrédula—. Él conducía como la tortuga de un centenar de años que es. No es mi culpa que no sepa cuál es el mínimo de velocidad y que a causa de eso le haya chocado el trasero a su mugroso coche y roto una luz.

—Pretzel... —Su súplica carga exasperación—. Tenemos cosas que hacer, ¿lo olvidas?

Mis ojos van de él al anciano, quien eleva las canosas cejas con superioridad, feliz de que alguien le esté dando la razón. Con un suspiro me vuelvo al vehículo de alquiler por mi bolso y escribo el número del seguro. Lo arranco y se lo doy de mala gana.

—Pobre criatura —dice el vejestorio al quitarme el papel para doblarlo y guardarlo en el bolsillo de su camisa, mirando a Amapola, quien sostiene su cajita feliz contra su pecho como si la hamburguesa que tiene ahí adentro fuera un escudo ante la estupidez adulta—. Son unos desinteresados por la seguridad de los niños y unos ejemplos a seguir muy cochinos —malinterpreta al tener en cuenta que lo atropellé tratando de conseguir un lugar para estacionar más cercano a la puerta del edificio a vigilar.

No ayuda que el motel se llame La Vaquerita.

—Váyase a... —Avanzo, pero Xian me cubre la boca y vuelve a tirar de mí hacia atrás antes de que haga que nos metan a la cárcel por agresión a ciudadanos de la tercera edad.

No es hasta que se sube a su auto y arranca —a la velocidad de un perezoso de tres dedos—, que mi compañero de espionaje me deja ir para acercarse a Amapola y arrodillarse frente a ella. Le prende los botones del abrigo con paciencia. Me sorprende e inquieta que ni siquiera me haya mirado otra vez o dado un sermón. 

—Fue su culpa, lo ju...

—Sube al auto, ¿sí? —dice a la niña—. Te llevaré a casa, dame un minuto.

—¿Disculpa? —Pongo las manos en jarras, pero él no se gira. En su lugar, camina al coche y abre la puerta trasera para ella antes de echar la cabeza hacia atrás y exhalar con pesadez—. No vinimos aquí para nada.

—Tampoco vinimos para hacer pasar frío y hambre a una cría de diez años, mucho menos para involucrarla en la mierda del adulterio y en un posible accidente automovilístico.

Está más que molesto, pero a diferencia de todas las veces anteriores, esta vez ese enojo va de la mano con la preocupación. Ambos echamos un vistazo a Amapola, que aún abraza la cajita feliz mientras nos espera.

El elevador de Central ParkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora