1. Silencio

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El silencio viajaba sonriente y plácido en su templo más sagrado, el lugar donde más lo habían respetado. El silencio disfrutaba de sí mismo, colándose por la ventana, bajo las puertas, deshaciéndose en las paredes de piedra. Pero lo que no sabía el silencio es que durante cualquier día de ese mismo mes de hace miles de años, sería golpeado y brutalmente asesinado.

Eran las 4:40 de la mañana cuando los pies de Natalia, una joven de 20 años, bailaron hasta encajar por completo en las chanclas negras que había llevado durante los últimos ocho años. Aquel calzado le parecía realmente cómodo, como su estancia en aquel lugar.

Tras asearse por primera vez en el día, se lavó la cara. Se quedó mirando en el espejo, intentando reconocerse. Llevaba días haciéndolo. ¿Quién soy?, se preguntaba preocupada en cada víspera del amanecer. Aquel lugar le había devuelto la tranquilidad, pero le había robado la identidad. Se colocó el hábito, y bajo esa túnica negra se mezcló con el resto de las hermanas, volviendo a ser una más del rebaño, volviendo a sentirse parte de un todo.

Las monjas caminaron hasta la capilla, donde se dispusieron a orar. Natalia lo hacía de rodillas, con los ojos cerrados. Otras, ya más mayores, preferían hacerlo sentadas en los bancos. El silencio se acomodó junto a ellas, a sus anchas, disfrutando de la compañía.

Después del primer rezo del día, las hermanas se repartieron las tareas diarias. A Natalia le tocó encargarse de lavar y tender la ropa. Estuvo a punto de resoplar, pero se tensó, impidiendo que saliera de su boca. Era la tercera vez en la semana que tenía que hacerlo.

La joven monja terminó de lavar las prendas una hora después, y comenzó a tenderlas en el patio interior del convento. Fue colocándolas sin especial entusiasmo sobre el fino hilo de metal que las sostenía. Cuando acabó de fijar con dos pinzas de madera su propia ropa interior, pudo ver tras esta una cara nueva.

—¿Sor Natalia? —preguntó con un hilo de voz dulce y tímido.

—Sí, soy yo. ¿Sois nueva por aquí? —quiso saber la joven.

—Sí, me envía la abadesa. Le gustaría que me enseñarais el convento, si no es mucha molestia—dijo, intentando sostener la mirada azabache de Natalia sin ningún éxito.

—Lo haré encantada... ¿cuál es su nombre, hermana?

—Alba—y sin saber por qué, sonrió la otra al oír su nombre.

—Alba... ¿le gustaría ayudarme con estos quehaceres y posteriormente la acompaño a conocer el convento?

—Oh, por supuesto hermana—aceptó la rubia y pequeña novicia. Llevaba aún ropa de calle, la cual le estaba enorme. Sus pequeñas dimensiones la convertían en un ser delicado y adorable, cosa que ninguna hermana pasó por alto. Durante el pequeño tour, Alba y Natalia se toparon con numerosas monjas, las cuales sonreían con exagerado efecto a la nueva habitante. Sus relajadas facciones y la facilidad con que erguía las comisuras de sus labios al reír aportaron frescura y alegría a ese lugar tan sobrio y silencioso.

—Me imagino que estáis aquí por alguna razón—dijo Natalia, que se sorprendía de sí misma. Hacía mucho tiempo que no mantenía una conversación tan larga como aquella. La mayoría de las hermanas eran muy reservadas, y el ambiente silencioso del lugar tampoco las incitaba a charlar.

—Eh... sí. Claro. Sentí la llamada... ya sabéis—dijo Alba frunciendo el ceño. Natalia notó cierta incomodidad, así que prefirió no seguir por ahí. Se miró las chanclas, y observó que su nueva acompañante y ella mantenían el mismo ritmo al caminar. Sonrió ante tal escena. Posteriormente, se tocó asombrada los labios. El brusco gesto al sonreír de verdad la alertó. Hacía años que no lo hacía de forma tan sincera y apresurada—¿Ocurre algo?

—No—cortó—mas debemos apresurarnos, hermana. Es la hora de comer.

Las jóvenes religiosas entraron tarde en el salón principal del convento. La abadesa tuvo que interrumpir la lectura, y las monjas las miraron de reojo. Una de ellas suspiró en señal de alivio.

¿Qué horas son estas? —preguntó enfadada la abadesa.

Perdón. Ha sido culpa mía—dijo Natalia, arrodillándose a la abadesa, suplicándole. Alba la miró extrañada, pero la siguió.

Es mi primer día, y aún estoy adaptándome. Se nos fue la hora, perdónenos.

Durante la noche, Alba no pudo pegar ojo. Su catre, blando y frío, no la ayudaban. Al menos era mejor que dormir en la calle o en los establos que iba encontrando. Mirando al techo se preguntaba si soportaría la dura vida del convento. El día le había demostrado que no era un oficio fácil, pero era su escapatoria. Desde que murió su padre había estado vagando en vano y sin rumbo fijo. El silencio se tumbó con ella, pensando que podrían llevarse bien. Sin embargo, el ruido de su cabeza lo mantenía lejano y molesto.

Pasaron tres días hasta que Alba volvió a sonreír. Las asiduas y aburridas tareas la habían hecho plantearse su estancia en el convento. Sin embargo, la mañana del miércoles se presentó interesante. Tenían clase de canto, y la joven de rubios cabellos se entusiasmó. Jamás había cantado, y entonar por primera vez la emocionó.

—¿Habías hecho esto antes? —le preguntó la hermana encargada de impartir la clase.

—No, pero creo que me encanta—sus mejillas hicieron hueco a una sonrisa inmensa y sincera. Volvió a cantar, ahora con más seguridad y volumen, dejando sorprendidas a las monjas. Natalia se quedó muy seria. Sus oídos se encogieron, y el corazón le dio un vuelco. Podría pasarse toda la vida oyendo esa voz cada mañana.

—Hermana—Natalia atrajo la atención de la novicia, que caminaba ya hacia la capilla para entregarse a la oración—. Canta usted como un ángel.

—Exagera... —Alba se sonrojó bajo aquel hábito blanco. Evitó encontrarse con la mirada brillante de Natalia—. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo...

—¿Ya se ha adaptado a la vida de este lugar? Al principio me costó mucho... —reconoció la morena.

—Es duro, mas empieza a agradarme—sonrió. Un grupo de monjas las adelantó por la derecha a gran velocidad, haciendo que ambas unieran involuntariamente sus cuerpos contra la pared de piedra. Sus pechos se encontraron en un temeroso encuentro. Sentirse tan cerca les hizo apartarse con velocidad. Un escalofrío se trasladó de un cuerpo a otro, desviando sus miradas temblorosas—. ¡Vamos a llegar tarde!

Y acelerando el paso, dejó a Natalia atrás. La monja se quedó petrificada. No sentía sus pies bajo aquel hábito oscuro que llevaba cada día de su vida. El corazón le latía muy fuerte, más que en toda su vida. Estuvo a punto de derrumbarse, cuando Julia la asaltó de pronto.

—¡Hermana! ¡No entorpezca así el paso! ¡Es hora de rezo! —le replicó, agarrándola del brazo como siempre hacía hasta llegar a la capilla. Allí estaban todas las hermanas, unas de pie, otras sentadas, y otras de rodilla. Natalia se incorporó con su habitual posición, pero esta vez dejó sus ojos abiertos, que se clavaron en la espalda de la rubia. No podía parar de pensar en ese encuentro fugaz y accidentado que habían tenido minutos antes. Torturaba su mente, su paz, su silencio. Volvió a revivir la escena una y otra vez mientras pronunciaba las palabras que componían el Credo una y otra vez. Las decía sin detenerse en ellas, sin reflexionarlas, como parte de una rutina mecánica.

Al caer la noche, Natalia se retiró a su celda. Respiró más fuerte que de costumbre al sentirse a salvo bajo las sábanas blancas y puras. De pronto aquella imagen volvió a su mente: la novicia a un par de centímetros de su cara, y sus pechos encontrándose de manera furtiva. Abrió los ojos de golpe, y sintió que la piel se le erizaba bajo la ropa. Sus pezones se irguieron, y tragó saliva. Aterrada por la reacción despavorida de su cuerpo, descolgó el crucifijo de la pared y comenzó a rezar hasta calmarse y alejar su pensamiento. Abrazada a él se quedó dormida.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora