17. El precio de la salvación

1.3K 106 68
                                    

El tiempo se había detenido, congelando la icónica imagen. Podría ser un cuadro atrevido y polémico. Sus bocas seguían entreabiertas y en contacto, aunque el brazo de Natalia había salido ya de las faldas del hábito. Frente a ellas, numerosas reacciones ante la estampa. Ambas siguieron una línea recta con la mirada para observarlas a todas.

La primera monja de la fila, Sor Ángela, se había llevado las manos al rostro, evitando mirar al infierno de frente. Ojos que no ven, fe que no se resiente. A su lado, Sor Mercedes, con la boca tan abierta como sus dos grandes oculares. Sor June la acompañaba, girando su cara para evitar hacer contacto visual. Tres monjas más cuyas expresiones no se diferenciaban mucho de estas, y vieron a Sor Julia, una de las mejores amigas de ambas. Su semblante denotaba impresión. Se había llevado una de sus manos a la boca, estirando sus labios hacia abajo con tres dedos. Fue entonces cuando el repaso de las monjas se interrumpió debido a la madre superiora, ubicada en una posición adelantada con la cortina del confesionario aún en sus manos. Su rostro atemorizó a las dos amantes, que separaron sus labios despacio ante la mirada inquisitoria de la abadesa. Un hilo de saliva se estiró mientras se alejaban hasta romperse en dos.

Alba fijó sus ojos en los de Noemí. Eran desconcierto, miedo, incomprensión. Pudo leerlos a la perfección, instaurando en ella un miedo que hizo que le temblasen las piernas más de lo que había conseguido Natalia hacía unos minutos. Los ojos de la madre superiora empezaron a achinarse junto a sus cejas, que se encogían a cámara lenta. De pronto dejó de oír silencio para oír a Sor Paquita recitar el Credo a toda velocidad y sin pausa. Apartó la mirada un segundo de Noemí para verla arrodillada en el suelo con las manos entrelazadas e inclinando su cuerpo de manera compulsiva. ¿Por qué sentían tanto rechazo? ¿Por qué la trataban como si fuera un demonio? Su relación con Natalia era puro amor. Amor y cariño. ¿No era eso lo que Dios les había pedido a los humanos? Pues claro que sí, pero no a sus monjas, no a las novias de Cristo. Ellas debían cortar sus alas. Ellas no podían querer más allá de su religión. Y eso ambas lo sabían, y eso ambas lo habían roto. Por mucho que Alba intentara convencerse de que en su corazón había amor suficiente para los dos, dando por hecho que Dios aceptaría compartirla.

—¡Suélteme! —gritó la rubia de pronto, haciendo que el rostro de las monjas de enfrente se inquietara aún más. Le dio un empujón tan fuerte a Natalia que hizo que se golpeara contra la pared contraria y rebotase hasta caer al suelo—. ¿¡Cómo ha podido hacerme eso!?

A Natalia el rostro se le desencajó. Su piel se volvió blanca como la nieve. La boca le temblaba guardándose palabras que no lograba encontrar. Todo se volvió oscuro, sin razón. No era capaz de mirar a Alba, no después de lo que acababa de hacer. Pero fue fuerte, fue más fuerte que nunca, y lo hizo. Los ojos llorosos, perdidos, temerosos y tristes le explicaron aquel despropósito de escena. La novicia corrió despavorida alejándose del corro de monjas con hábito y velo que rodeaba el confesionario. María no parpadeó, ni respiró, ni pensó. Se había quedado fría como el hielo. Si a ella le había dolido, ¿cómo debía de estar sintiéndose Natalia?

—Yo... yo —la morena no consiguió formar una frase. No después de aquello. Quizás no volviese a hablar nunca más. Quizás se quedara muda para siempre. Había notado cómo su corazón se rompía mientras Alba le dedicaba la mirada más repugnante y envenenada que había visto en su vida. Esa mirada le había agujereado el alma, porque venían de los ojos más bonitos que había visto nunca, porque venían de los ojos que resucitaron su sonrisa. Los ojos que le removían el estómago, los que veía cada mañana al despertar. Los que en más de una ocasión se volvieron oscuros de una lujuria que ambas aceptaron beber. Los que le sabían a casa y paz. A inocencia y bondad. A pureza y amor. El problema vino cuando esa mirada de odio se transformó en terror, un terror que despertó la comprensión de Natalia. La historia de Alba y su pavor a salir del convento. El infierno que tuvo que soportar en la calle, el mismo que había hecho que quisiera quedarse en el templo para siempre en lugar de huir con su amada. Mi vida, habéis hecho esto porque os ha podido el miedo. Pero amor, me habéis culpado y condenado ante mi única familia.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora