3. El reino de los cielos

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El sol irrumpió en diciembre con más fuerza que nunca. Iluminaba la fachada del convento, creando una luz cegadora en el interior de la que solo se libraba la sobria capilla donde rezaban. La rebeldía de aquel astro se frenaba con la vidriera, que concentraba sus rayos en pequeños atisbos de luz coloreada por los verdes y azules del cristal. Natalia estaba en el patio tendiendo los hábitos con una alegría desorbitada. Los días de sol le gustaban, pero lo que de verdad la tenía tan feliz era la revelación de su rostro que había tenido hacía unas semanas. Ver que las comisuras de sus labios volvían a tener vida la llenó, devolviéndole una parte muy importante de ella. Por primera vez en mucho tiempo empezaba a reconocerse.

—¡Alba! —exclamó al ver a la novicia.

—Buenos días, hermana—le deseó, acercándose—hace una mañana esplendorosa.

—El señor nos la enviará por algo—dijo, mirando al cielo—. ¿Cómo se presenta su jornada?

—De ello venía a hablarle. Sor Paquita está convaleciente, así que seré yo quien se encargue de sus tareas. Prometo ser más hábil que con el pan—dijo mientras su boca se ensanchaba formando una sonrisa amplia y sincera. Natalia se quedó mirando la facilidad con la que aquella joven novicia hacía aquel gesto. Intentó imitarla, con poco éxito. Se tocó las comisuras, calculando hasta qué parte de su cara habían logrado llegar.

—Creo que la colada puede esperar, hermana—le dijo esta—. ¿Le importaría ayudarme con otro asunto?

—Usted manda—le respondió, obediente. Se sentaron en un poyete del patio, y Natalia se giró hacia ella. No sabía muy bien cómo preguntarle aquello sin sonar muy rara, pero al cabo de dos o tres suspiros, se lanzó.

—Me gustaría que me enseñase a sonreír—soltó, jugando con sus dedos nerviosa—. Hermana, quiero... así. Como usted—añadió, señalando la boca de la joven. La novicia frunció el ceño, a la vez que hacía una mueca de lo más graciosa.

—Pero usted ya sabe sonreír, mírese. ¡Vamos, inténtelo! —la animó. Natalia le hizo caso, intentando erguir sus comisuras como mejor podía. Las dos rieron—. ¿Ves?

—No... no como usted, hermana. Hay una luz especial en ella—le confesó. La joven se ruborizó, sintiendo que el cuerpo le temblaba como hacía unas semanas, durante aquella tormenta. No sabía el origen de ese nerviosismo, pero la imagen de Natalia siempre estaba presente cuando ocurría. Sintió un miedo que se espantó cuando vio a aquella experimentada monja frente a ella alargando sus comisuras con los dedos. Carcajeó, inclinando su cuerpo hacia adelante.

—Creo que hemos tenido suficiente por hoy. Sigamos con las tareas antes de que llegue la hora del rezo—le dijo al terminar de reír, levantándose hacia el tendedero. Natalia la siguió sin dejar de intentar sonreír como ella.

Por la noche volvió a ocurrir lo que sucedía siempre: Natalia frente a su espejo concentrada en su boca. Esta vez empezó desde su más extrema seriedad, esa en la que vivía desde hacía muchos años. Se miraba los ojos repitiéndose de manera mental que debía encontrarse a sí misma. Ella no era una más en ese rebaño, ella tenía algo dentro que la hacía especial. Antes de entrar al convento había sido alguien, alguien que no recordaba. Sonrió sin entreabrir su boca, y pensó en la risa de Alba frente a ella por la mañana. Recordó esa frescura y naturalidad que la hacían tan particular, y consiguió que su boca se ensanchara superando sus expectativas. La monja se agarró las mejillas, contemplándose incrédula y exageradamente feliz. Corrió por el pasillo donde estaban todas las celdas, hasta que dio con la de Alba. Allí estaba, en su catre frío y duro dormida como un tronco. No se atrevió a entrar, así que le lanzó una zapatilla, y la chica se despertó asustada. La miró en la lejanía hasta que comprendió que era Sor Natalia. Se levantó y salió, mirando en el pasillo si había alguien más.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now