9. Revelación

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En primavera también llueve, y mucho. Las nubes cubrían el sol pintando el cielo de un oscuro aterrador. Una tromba de agua cayó sobre el convento, rodeándolo de charcos kilométricos y barro. Alba estaba apoyada en la pared de piedra que daba al patio, mirando a través de los barrotes de la puerta la velocidad con las que las gotas aterrizaban desde el reino de los cielos.

—¿Qué hacéis? —gritó la rubia al ver que Natalia se encontraba fuera. El corazón se le encogió, y por primera vez en mucho tiempo sintió miedo.

—¡Corra, hermana! —le chilló a Julia, que iba tras ella con un canasto de ropa empapada entre las manos. Ambas rieron, tomando el aire que la carrera les había robado.

—Vais a enfermar—regañó la novicia, preocupada—. Vamos, tenéis que entrar en calor.

Alba las obligó a que la siguieran hasta la cocina, donde prendió el horno para calentar la fría estancia. Les indicó que se quedaran frente a la candela mientras ella iba a buscarles ropa limpia a cada una de sus celdas. No tardó en volver, encontrándose a Natalia y Julia bromeando sobre la locura que había sido salvar a la ropa del diluvio universal.

—Un poco más y construimos el arca de Noé de la colada—dijo la castaña, desatando las risas que hacían volcar el cuerpo de la monja a un lado y otro de la habitación.

—Vaya dos—bufó la rubia, dejando la ropa en la mesa—. Aquí os dejo los ropajes.

—Es usted un sol—dijo Julia cogiendo sus prendas y marchándose. No pensaba desnudarse delante de esas dos, así que poco le importaron las quejas de Alba por apartarse del calor del horno. Natalia frotaba sus manos frente al fuego bajo la atenta mirada de la novicia, que esperaba ver el cuerpo desnudo de la morena antes o después. Ella se hizo de rogar, quitándose primero el velo que cubría su cabeza. Sus mechones dejaban caer hilos de agua todavía. Tiritó de frío, la ropa empapada no ayudaba.

—¿Queréis cambiaros de una vez? —se impacientó Alba al darse cuenta de que sus labios tornaban a un morado hipotérmico. La monja se desnudó con prisa, sintiendo alivio en sus poros al respirar la calidez del horno. Se quedó desnuda frente a este, de espaldas a la novicia. Esta la abrazó por detrás y dejó un beso sobre su musculosa espalda. Natalia disfrutó del calor de la chica, agachándose hasta quedar a la misma altura. Alba pasó los brazos por encima de sus hombros hasta entrelazar sus manos, haciendo desaparecer los temblores helados de su cuerpo. Se disfrutaron durante unos segundos hasta que la más joven comenzó a vestir a Natalia como si de una niña pequeña se tratase. Ella la miraba sonriente, obediente a sus pasos.

—Gracias, mami—bromeó, desatando la carcajada de la otra. Seguidamente la abrazó más fuerte que nunca. La quería. Estaba segura, ahora sí. No había vuelta atrás. No sabía si era prudente compartir el amor hacia Dios con aquel ángel recién llegado, pero cuando la tenía entre sus brazos no podía siquiera plantearse esa opción. Era natural, inevitable, verdadero. En aquel momento se sentía repleta, no le faltaba nada. Su cuerpo pegado al suyo, su risa en la oreja, su calor. Era una completa locura, algo que no encajaba en su camino, pero en ese instante no importaba. La quería.

—Parece que tenemos compañía—informó Alba al ver que una paloma golpeaba el cristal de la ventana. Parecía pedir permiso para entrar, haciéndolas reír. Natalia abrió la cristalera y agarró al animal para ponerlo a salvo de la tormenta. Lo acercó al horno como hacía unos minutos había hecho la novicia con ella. Una de sus alas estaba partida, por lo que probablemente no podría realizar grandes vuelos—. Pobrecita, suerte que nos ha encontrado.

—¿Tendrá hambre? —Natalia le pasó la paloma a Alba, quien no paraba de mirarla mientras la sostenía en sus brazos. La morena le acercó un trozo de pan al pico—. Toma, pequeña palomilla de azotea—dijo mientras clavaba sus ojos en los de la novicia. Esta la miró sin entender, sonriendo atontada.

—Podríamos adoptarla—sugirió—. No creo que pueda sobrevivir con estas tormentas en este estado.

—¿Queréis ponerle un nombre? —preguntó entusiasmada la monja.

—¿Queen? —rio nerviosa. Natalia la siguió.

—Yo os bautizo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo... —La morena acarició con cuidado al ave—. Amén.

Juntas construyeron una pequeña casita con restos de leña del horno. Dentro le pusieron un cuenco de barro con agua y otro con migas muy pequeñas de pan. Probablemente fuera la paloma más afortunada del mundo al tener un refugio tan bien preparado y dos personas que sin por qué la habían acogido y mimado.

—Queen, no salgáis de ahí hasta que pase la tormenta, eh—advirtió Natalia, dejando la casetilla en la entrada al patio para que pudiese ser libre cuando quisiera. Alba acarició el brazo de la morena, insistiendo en ir a la capilla.

Era hora del rezo, de un importante rezo. Esa noche pedirían a Dios que ese mal tiempo cesase, que las nubes se difuminarán y dejasen pasar la luz del misericordioso. Las monjas se arrodillaron para entregarse a la oración, momento que Natalia invirtió en reflexionar. No podía concentrarse en unas palabras que había repetido hasta la saciedad. Creía en ellas, por supuesto, pero había un asunto que lo ocupaba todo en su cabeza: Alba. Se había dado cuenta de algo que lo cambiaba todo, algo que no podía ser y a la vez no podía evitar. El amor. Un terremoto emergió de su piel en forma de miedo. No puedes enamorarte, lo juraste. Estás casada con el Altísimo Señor.

El rezo culminó, y las hermanas comenzaron a disgregarse tomando caminos distintos.

—¡Mis monjas favoritas! —saludó María con los brazos en alto—. ¿Nos vemos luego? —levantó las cejas. Natalia se quedó seria, sin respuesta. En su mente se estaba debatiendo algo importante. No tenía humor para escapadas nocturnas.

—Claro—guiñó el ojo Alba, apartándose de los brazos que la retenían. La morena sintió un pinchazo en el estómago que la dejó muda. Sor María se marchó con sus andares de felicidad y despreocupación.

—No me apetece—susurró Natalia. La novicia se giró sorprendida.

—¿Por qué no le ha dicho que no?

—Parecíais muy convencidas—dijo entre dientes, dejando entrever su enfado. Alba sintió un fuego nuevo en su piel, el de la incomprensión.

—Está muy rara, hermana.

—Es que... ya no me gusta esto—confesó cabizbaja. La rubia la miró tratando de comprender sus palabras. Se acercó intrigada, parecía que quería decirle algo más. La novicia acarició con empatía las mejillas encendidas de la morena—. No me gusta que esté María... prefiero que sea como al principio, usted y yo.

—Pero hermana... qué aprendimos del Señor, ¿eh? —apretó sus manos—. Hay que compartir, hay que hacer felices a los que nos rodean. Y usted está siendo tremendamente egoísta, permítame que se lo diga.

Natalia tragó saliva. Los cimientos de su fe se iban desmoronando día a día. Primero aquel arrebato de darse placer a sí misma, luego los rezos en los que pensaba más en Alba que en la oración, y ahora los inesperados sentimientos que sentía hacia la novicia y que no tenían nada que ver con las sesiones de sexo desenfadado. Iba más allá, mucho más allá. Un agobio que había estado aplacando y guardando en el cajón asomó como un fantasma dentro de ella.

—¡Déjeme! —exclamó, concentrando su ira en unos puños cerrados que trató de esconder. Salió despavorida hacia su celda, sentándose en la silla a solas con su enfado. Dio varios puñetazos en la mesa de madera, y esta se tambaleó. Natalia se asustó de sí misma, jamás había sentido tanta furia en su ser, tanta violencia. La cabeza le daba vueltas, el corazón iba a estallarle. El huracán de sentimientos había comenzado a arrasarla sin tregua alguna. Se echó a llorar desolada ante la confusión. Ella sabía lo que era sentirse perdida, pues llevaba casi toda su vida así. Volver a ese estado no era una opción, no después de haberse superado, de haber recuperado las ganas de vivir, de sonreír. Corrió al espejo donde empezó todo y se miró triste y defraudada. Las lágrimas habían dejado regueros de tristeza por su rostro, y sus ojos estaban inyectados en sangre. Trató de calmarse acariciando sus mejillas. Su respiración volvió a ser constante y regular, sintiéndose aliviada. Tras minutos de aparente calma, Natalia se miró con franqueza, y con una sinceridad abrumadora, se sonrió. No has llegado hasta aquí para volver al principio. 

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora