18. Bajo el cielo

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La inocencia y la pureza de quien no conoce la crueldad, alguien que creció en una familia de campesinos acomodados para luego pasar casi una década encerrada en un convento del que huyó por amor. Esa era Natalia, aunque en el burdel nadie conocería su verdadera historia, y reducirían su persona a Sor Natalia, la monja pecadora. Así lo había decidido Ana Torrija, que llevaba todo el día recordando ese nombre a los trabajadores de La Purifixión y a los viciosos diurnos.

—¡Esta noche será usted la reina! —le decía a Natalia cada vez que se la cruzaba—. ¡Que tiemble Lucifer!

—Torrija... —la interrumpió en la tercera ocasión que le repetía esas palabras—. Yo nunca he yacido con un hombre.

—¡Pues mejor! ¡Las vírgenes cobran 200 maravedíes! ¡Y si os ven portentosa, hasta 400!

—¿Vírgenes?

—Hija mía, debo explicárselo todo... —rodó los ojos, desesperándose—. Las mujeres primerizas...

—Creo que lo he entendido—murmuró insegura, dejando que la dueña del burdel continuara su camino.

Natalia se miró la tela transparente de tono rosado que le había dado la madre de María como prenda para "pasar el día". Dejaba poco a la imaginación, un vestuario bastante diferente al que llevaba en el convento. También sus tareas eran radicalmente distintas: divertir, entretener y complacer a los hombres que vinieran a la mancebía. Obedecer y hacer feliz, recuérdelo, Sor Natalia, le había explicado Ana horas antes.


Mientras tanto, en el convento, las monjas continuaban con su habitual rutina. Todas, excepto María, que, desde su reciente incapacidad, solo podía ocuparse de la oración y del estudio. Por otra parte, Alba se entregaba a las tareas con gran entusiasmo. Fue el único momento del día en que paró de llorar y culparse. No lamentarse por la marcha acelerada y poco honrosa de Natalia.

—Quería hablar con vos, Alba—la interrumpió Noemí cuando regaba las flores. La joven se limpió las lágrimas cabizbaja antes de que fuera descubierta, y detuvo la catarata de agua que se precipitaba hacia las plantas.

—Diga, pues—pidió, sosteniendo el cubo.

—No ha debido de dormir nada... —suspiró, acariciándole las ojeras que nacían de sus ojos—. Quiero que sepa que puede contar con todo nuestro apoyo... No sé qué se le pasaría a esa malnacida por la cabeza.

—Estoy bien—cortó, aguantando el agudo dolor que se le agolpaba en la garganta.

—De verdad, Alba—se puso la mano en el corazón, y acarició el pelo rubio de la novicia con la otra—. Voy a darle unas...

—No más remedios medicinales, abadesa—rogó, cerrando los ojos. Noemí puso una mueca extraña ante el rechazo, pero lo aceptó. No quería presionar a la joven dadas las circunstancias.

—¿Fue solo esa vez? —la pregunta hizo temblar a la novicia, que no sabía dónde meterse para huir de la conversación—. Le juro que será castigada cuando llegue el día del juicio final. ¿¡Cómo se atreve a ponerle una mano encima!? ¡A una inocente novicia! ¡En la casa del Señor! —la histeria de Noemí fue creciendo hasta caer de bruces contra el suelo. Alba soltó el cubo, dejando que se derramara a su alrededor.

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

—¡Abadesa! —Julia corrió hacia ellas. Estaba tendiendo la colada, por lo que vio la escena casi íntegra—. Ay, Dios mío, no se la lleve todavía.

—¿De qué está hablando, Sor Julia?

—Si se nos muere...

—No diga burradas. ¡Llevémosla a su celda! —gritó, tratando de elevarla con su pequeña estatura y poca fuerza.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now