12. El último desayuno

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Ocho años de entrega, ocho años de rezos y silencio. Natalia llevaba ocho años siendo parte de aquel convento que la había salvado de un matrimonio tan opresor como indeseable para ella. Había encontrado su fe, el camino. Se abrazó al amor del misericordioso sin darse cuenta de que parte de ella se esposaba a él. Huyó de un hombre para someterse a otro que ni siquiera podía ver. Pero eso no le importaba, era feliz. Por unos años lo fue. Se refugió en la rutina, en la amistad con las otras monjas y en el consuelo y cariño de la abadesa. Pero los años la fueron ahogando entre aquellas paredes de piedra que una vez fueron casa, y toda esa tristeza desapareció cuando un rostro que perfectamente podría haber procedido del cielo apareció.

—No puedo creer que esté aquí de nuevo—susurró Natalia frente al espejo—. No puedo creer que esta felicidad haya durado tan poco—reconoció, mirando cómo sus comisuras volvían a estar giradas hacia abajo.

Lo había arruinado todo. La sonrisa instaurada de su cara había desaparecido, dejando que la melancolía se apoderase de ella de nuevo. Enamorarse de Alba había sido la gota que colmó el vaso. Ya no podía seguir allí. No podía seguir queriendo a Dios porque todo su corazón pertenecía a un solo nombre.

Estaba dispuesta a salir del convento. Había reunido la valentía suficiente como para hacerlo, incluso dejando atrás al amor de su vida. Aunque tenía serias dudas sobre su vida en el exterior. Hacía ocho años que no paseaba por un pueblo, que no interactuaba con otras personas que no fueran sus compañeras. De vez en cuando recibían la visita de curiosos, pero siempre tras los barrotes del convento. Sin embargo, esa incertidumbre volaba por su cabeza en forma de emoción. Quería conocer cosas nuevas, descubrir olores y sabores, perderse en las ciudades. El problema es que cada vez que se imaginaba fuera, veía también la figura de Alba a su lado. A veces andaba delante de ella, otras detrás y de vez en cuando, caminaban de la mano.

Aquella mañana bajó más tarde de lo habitual a desayunar. Ya no le importaba causar buena impresión, ni enfrentarse a la madre superiora si así debía hacerlo, pues sus días en aquella estancia se podían contar con los dedos de la mano. Metros antes de alcanzar el comedor, oyó carcajadas de todos los colores y volúmenes, cosa que le extrañó. ¿Dónde está el silencio? El silencio lo había matado ella misma hacía unas semanas.

—¡Buenos días, Sor Nata! —la saludó animadamente María, abrazándola como si hubieran estado una eternidad sin verse. A Natalia esa felicidad y esa forma de apelarla le extrañó. Se sentó a su lado por ser cortés, buscando con la mirada a Alba.

—¡Estoy aquí! —dio un tirón a su hábito. Estaba justo a su izquierda.

—¡Alabaré, alabaré, alabaré, alabaré, ala-baré a mi señor! —empezaron a cantar todas las monjas al unísono. Natalia frunció el ceño ante la desconcertante escena que presenciaba.

—¿Por qué estamos tan contentas? —preguntó pasmada a Alba.

—No sé, hermanita—rio tontamente—. Es domingo, día del señor. Hay que estar contenta.

—Ya, pero... —no supo cómo terminar la frase. En el centro de la mesa, un pan con sospechosas vetas verdes llamó su atención—. ¿Y eso?

—Es un pan que hemos preparado María y yo para desayunar—le explicó. Luego se acercó a su oído para susurrarle algo más—. Le hemos metido las hierbas medicinales de Noemí. Pero no se lo diga a nadie, es el ingrediente especial.

—Madre de Dios... —resopló Natalia al recordar lo mucho que le afectaron la última vez, santiguándose rápidamente. Se miró su propia mano y comprendió que tardaría en acostumbrarse a deshacerse de su parte más creyente, o que quizás siempre la acompañaría, aunque no de forma tan drástica.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now