14. Lucifer

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La niebla bañaba la mañana. Una densa y espumosa nube parecía colarse por los pasillos que daban al patio, dándole al convento un aspecto tenebroso, casi de película de terror. A pesar de la hora que era, ninguna monja recorría le estancia. Probablemente porque el efecto de las plantas medicinales las tendría completamente reventadas. Pero sí había una mujer fuera, una mujer que, temblorosa, sacaba un cubo de agua muy fría del pozo. Con movimientos frenéticos, agarró dicho objeto y soltó la cuerda con la que lo había elevado. Luego corrió alterada de vuelta a la habitación donde Alba seguía gritando su nombre.

—¡Natalia! ¡Natalia!

—Ya estoy aquí, ya estoy aquí—advirtió sin poder evitar sonar nerviosa, sacando apresuradamente una prenda del pequeño cajón. La hundió en el cubo helado y la puso sobre la frente de la novicia. Luego descansó sus rodillas en el suelo.

—¿No se ha marchado? —preguntó con la voz rota—. Debo de estar delirando.

—No, no está delirando—sonrió levemente—. Estoy aquí—susurró, agarrando su mano caliente para colocarla sobre su mejilla.

—Uy—Alba la intentó retirar, pero Natalia la mantuvo firme—. Está helada.

—O usted está muy caliente—rio—. Más que el infierno.

—Eso es lo peor que podría decirle a una monja, Natalia—logró decir arrastrando las palabras. La fiebre le nublaba los sentidos, le robaba la fuerza.

—Cállese y duerma. Necesita recuperarse—le dijo besándole la palma de la mano. La joven negó con la cabeza. Natalia giró la camiseta empapada y notó que el gesto de Alba se tensaba. Luego se empapó la mano izquierda en el cubo, haciendo que toda su piel se erizase, y la pasó por el cuerpo de la novicia para enfriarla. Seguía en ropa interior, como habían dormido—. Cierre los ojos...

—Si me duermo se irá—contestó, haciendo que el estómago de la morena diera un vuelco. No podía consentir que Alba sintiera miedo, no podía. No quería que su marcha le afectase en las condiciones en las que estaba. Aquella fiebre era demasiado alta. El silencio de Natalia hizo que la novicia comenzase a llorar.

—Alba... ya hablamos de esto—dijo con los ojos vidriosos—. No tenía que haberme quedado—se lamentó. La rubia sollozaba con angustia, haciendo que su pecho botase al ritmo de sus quejidos. La mayor volvió a sumergir la prenda en el agua fría para luego apretarla contra los brazos de la joven, quien se quejó entre suspiros. Luego la devolvió a su frente.

—Todos me dicen la monja, llorona. Monja, pero confundida. Tú me dices que me quede, llorona, que me quede, pero no puedo...—canturreó ignorando el nudo que aprisionaba su garganta. Los lamentos de la novicia comenzaban a cesar—. Yo soy como Judas Tadeo, llorona, traidor, pero tan enamorado... Yo soy como Judas Tadeo, llorona, traidor, pero tan enamorado... Ay... de mi llorona, llorona, llorona, vámonos lejos. Ay, de mi llorona, llorona, llorona, vámonos lejos.

—Hay monjas que aún no conocen lo divino, llorona, y es más grande su fe. Quédate en mis brazos, llorona, porque me muero sin tu abrigo—la siguió Alba muy bajito—. Si porque me quieres, quieres, llorona, quieres que siga tu camino.

—Sí, porque te quiero, quiero, llorona, que lo dejes todo y te vengas conmigo.

El silencio asesinado, ese al que habían apuñalado, resucitó en ese preciso instante, colándose en la habitación buscando venganza. Se interpuso entre ellas, que se miraban con miedo, recelo, inseguridad. Las dos tenían intereses distintos, las dos discrepaban en la decisión más importante. El frío se extendió por sus cuerpos, y el recién resucitado silencio se sentó entre ellas para disfrutar de su momento.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now