16. La santa despedida

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Los rezos y las oraciones a deshoras funcionaron. María despertó tras dos días dormida, alimentada únicamente por sopas que las monjas le daban, esperando que ocurriera un milagro. Las súplicas al señor también ayudaron a Alba, que no volvió a tener fiebre. Sin embargo, toda buena noticia trae una mala consigo. La recuperación de la posesa no fue total, sus piernas estaban completamente entumecidas. No podía andar. Probablemente, tras los castigados movimientos de Lucifer a su cuerpo. Andar haciendo el pino-puente y escalar paredes y techos no era algo a lo que sus piernas estuviesen acostumbradas. Y lo de Alba... la promesa se acababa. El tiempo se les agotaba. Natalia partiría irremediablemente. Esa idea la martirizó durante horas. Cada minuto que su temperatura parecía normal, el corazón se le encogía y la frase de Queen en su cabeza se activaba: sigue tu destino... Pero a qué se refería... ¿a huir con Natalia o a seguir el camino del Señor?

—Es un fastidio no poder andar, hermana—se quejó María intentando mover las piernas—. ¡Tullida! ¡Yo! ¡Tullida! —echó la cabeza hacia atrás y se tocó la frente con dramatismo.

—Tendremos que cargar con usted—propuso Alba, rodeando su espalda mientras Julia sujetaba sus piernas inmóviles. La llevaron hasta el patio donde pudo disfrutar del sol. Su piel descolorida y resentida por la huella del demonio brillaron a la luz de la tarde.

—¡Sor María! —apareció Noemí tirando de un elegante poni—. ¡Tengo la solución!

—¿Un caballito? —frunció el ceño Julia, colocándose bien los pelos bajo el velo.

—Podrá desplazarse por el convento con nuestro amigo Pablo—acarició el morro del animal que rebuznó feliz. María sonrió mirándolo. Ese pequeño caballo de color chocolate iba a ponerle la vida un poco más fácil.

—Es una gran idea, abadesa—sonrió Alba mientras Noemí la abrazaba con ternura.

—Me encantan sus abrazos, hija. Son tan puros—opinó la madre superiora—. ¿Cómo la trata este convento?

—Fenomenal, madre. Este sitio debe parecerse mucho al cielo—y tras soltar aquello, su gesto liberó una mueca de amargura que tenía nombre: Natalia. Si algo había descubierto durante su fiebre era el amor que sentía por la morena. Sin embargo, el miedo a salir seguía clavado en su interior. La comodidad que le proporcionaba aquel hogar era más fuerte, el camino fácil, el camino de la religión. La quiero, Natalia. Pero mi destino está aquí. Con las hermanas, con Queen.

Miró el hábito por última vez. Llevaba días sin usarlo, pero debía despedirse de él. Lo había portado durante ocho años. Los cosidos de tela que ella misma había añadido para alargar el bajo lo corroboraban. Lo abrazó con los ojos cerrados. Se despedía de él y de la antigua Natalia. De Sor Natalia. Luego se miró en el espejo del baño por última vez. Se vio diferente, se vio nueva. Como si se hubiera quitado años de encima. Como si la libertad que estaba a punto de alcanzar le hubiera devuelto la apariencia que debía tener una chica de veinte años, y no la que reflejaba cuando llevaba ese velo. También recordó que frente a ese mismo espejo sonrió por primera vez en años. Todo por culpa de esa novicia nueva. Carcajeó sin quererlo.

Volvió a despedirse de las hermanas. Esta vez definitivamente. Ella misma lo prometió. Aunque las monjas le dijeron que no les importaría volver a despedirse si quería quedarse algunos días más. La presencia de Natalia siempre sería bienvenida en aquella casa. Con aquellas mujeres.

—¿Irá con mi madre? —le preguntó María subida en su poni mientras lo acariciaba.

—Sí—sonrió amargamente—. Espero que me ayude a empezar.

—La quiero mucho, hermana—la miró a los ojos regalándole una media sonrisa—. La echaremos de menos.

—Lo sé—bromeó, quitándole drama.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now