Soldados.

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One shot / 850 palabras.
Universo original.

Era otro día lúgubre dentro de esos muros que los mantenía encerrados como pájaros en una jaula, el sol no brillaba para ti y tu rostro pálido, carente de sentimiento cuando escuchaste el revuelo entre la muchedumbre

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Era otro día lúgubre dentro de esos muros que los mantenía encerrados como pájaros en una jaula, el sol no brillaba para ti y tu rostro pálido, carente de sentimiento cuando escuchaste el revuelo entre la muchedumbre. Odiabas ese lugar, porque esa constante espina se clavaba a pesar de que intentaras encajar y ser igual que el resto. No podías permitirte vivir en la mediocridad de un mundo conforme con las migajas que lanzaba la monarquía, para que estuvieran demasiado ocupados peleando entre ustedes y no naciera una unidad colectiva que se propusiera derrocar al gobierno opresor.

Atisbaste las aves desplegadas en el celeste, avisando vuestra llegada, una oleada de murmullos se oía cada vez que los cascos de los caballos sonaban y apretaste los dientes duramente. Te producía un repudio inimaginable aquellas personas ignorantes que los señalaban de inútiles, de malgastar los impuestos que se veían obligados a pagar, que los reprochaban porque no tenían ningún éxito del cual alardear. Todo por su más grande pecado: el desconocimiento; los personajes en la cúpula del poder se enriquecían a costa de la miseria del populacho y vivían en paz, por la seguridad que les proporcionaba su misma posición. Y aun así, personas como tú, tus compañeros, incluso tu comandante Erwin Smith, cargaban con el rechazo y quienes los creían parásitos que dependían de la corona.

Sin embargo, no bajaste el mentón, seguiste con tu orgullosa postura erguida y observabas a la gente abriéndoles paso. Esos ojos no te causaban nada, por eso regresabas esos venenosos gestos sin importar la reprimenda que probablemente recibirías. Eras una fiel creyente de la libertad que se asomaba en el horizonte detrás de esas murallas, del esfuerzo que hacían cuando regresaban luego de haber estado besando a la muerte, a pesar del frío y el hambre. Porque en tus orbes ardía una hoguera de convicción que derretía los metales y forjabas esos ideales que te motivaban a continuar.

Escupiste el coágulo de sangre, podías sentir el escozor de la herida en tus encías y el cansancio agolpado en el rostro por las escasas horas de sueño durante la expedición. Querías llorar de la rabia, porque la ira burbujeaba en tu estómago y tus escleróticas inyectadas en carmesí anunciaban al público lo acaba de que estabas físicamente. Por eso nadie te veía bonita, como una señorita de alcurnia, de manos suaves y sonrisa perlada. Tu padre decía que las chicas grandes no podían darse ese lujo de llorar, que tú no serías como las demás, que habías nacido con un propósito mucho más grande de lo que era aceptado en esa sociedad... Y eso era lo que poseías, no una fuerza impresionante, una mente estratega, una líder por naturaleza, destacabas por tu fiereza al luchar. Nunca te habías dejado amedrentar por ser mujer en un mundo donde solo los varones destacaban por sus valores.

Erwin lo sabía, cuando vislumbró tus llameantes irises reflectando el rojo de las brasas y te uniste a la Legión. No esperaba menos de ti. Siempre supo que sobrevivirías en esa volátil rutina militar, porque un día estás y al otro puede que ya no—. (Apellido), en mi despacho a las 18:00 horas.

Suspiraste, seguramente te amonestaría por tu actitud que podría parecer inadecuada ante los superiores y chasqueaste la lengua con fastidio. Aborrecías esa absurda estratificación porque guardabas la esperanza de ser una persona normal, amar, tus días colmados de tranquilidad y bañados de luz. Pero negaste suavemente, eras invisible a esos orbes azules como los dibujos del mar que habías visto en libros. Jamás podrías distinguir ese sentimiento, mucho menos estando llena de tierra, sudada y cubierta de sangre seca; eras un asco desde tu punto de vista.

Aunque intentas evitarlo, no había escapatoria. Debías acatar las órdenes o te harían correr debajo del sol ardiente sin almuerzo por tu comportamiento. No obstante, ese encuentro te amargaba. Así que fuiste, con los cabellos húmedos por la ducha, libre de mugre, pero con el agotamiento asomado en tus pupilas. Caminabas por los estrechos corredores, pensando en el rubio, en lo semejante a un fenómeno natural hermoso del cual leías en las noches de insomnio. Maravilloso, especial, destinado a resplandecer en diversos colores demasiados ávidos para pertenecer a la paleta opaca de tu cotidiana existencia.

Los separaba una inmensa brecha. Una ranura que la tierra había convertido en un pasaje al infierno si alguno cometía la osadía de saltar para llegar al extremo contrario. Porque así funcionaban. Los soldados no podían amar, estaban condenados al sacrificio, el dolor y la resignación para que finalmente fueran honrados por sus compañeros que le conocieron íntimamente. Nadie más los recordaría, serían fallecidos que levantarían los cimientos de igualdad, fraternidad y libertad.

Se equivocaban una vez más, porque eran seres humanos a pesar de aparentar una dureza que sentimentalmente era imposible. Todos tenían un corazón que anhelaba. Eran de carne y hueso, con la capacidad de sentir, Erwin no olvidaba aquello, no podía. Sus sueños crecieron cuando te vio cruzar el umbral con las mejillas sonrosadas y ese brillo inusual en tus ojos.

 Sus sueños crecieron cuando te vio cruzar el umbral con las mejillas sonrosadas y ese brillo inusual en tus ojos

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Despiértame | Erwin Smith Where stories live. Discover now